La palabra de la luz, la palabra del silencio, la palabra

Volver
Este hombre –me refiero a Omar Pacheco– no está loco. Es loco. Loco desde el carozo de su índole, y sin retorno. Como loco que es, procede en consecuencia, sin reparos y sin mirar a quién. En sus gestaciones teatrales, de entrada sumerge al espectador en una densa oscuridad sin fisuras, sin hendijas. Una oscuridad que es como un vientre desmesurado, entre oceánico y cósmico, que anida lo remoto y lo inmediato. Su singular relato consiste en vadear las entretelas, las entrañas de la oscuridad. Ahí, adentro de ese denso núcleo, es donde Pacheco saca a relucir su minuciosidad de relojero, su fervor de artesano, la prodigiosa precisión de mago que se da el lujo del despojo total: prescinde de galera, de conejos y palomas, de barajas, de varita.

A ese Dios que escribimos con mayúscula –porque supuestamente existe–, se le atribuye la realización de la tierra, de las aguas, de la flora, y de la fauna con todos sus pececitos y pajaritos. Pienso y siento que hay que tener mucho cuidado con afirmar que el supuesto Dios también hizo la luz. ¿Por qué? Porque existe un ser humano en el ámbito teatral, que destejiendo tinieblas, hace la luz. la dibuja, la corporiza, le da semblante, la hace respirar. Ese ejemplar humano es él, Omar Pacheco, el loco. Porque hay que ser desatadamente loco para ponerse a hacer luz deletreando, macerando la oscuridad.

En el teatro, en la literatura, en la plástica, en la música, también en la filosofía y en la política, más marcadamente en el envejecido Viejo Mundo que en la Suramérica indolatina, el don de la locura escasea y todo el tiempo se caretea haciendo como que. Los atrevimientos son paupérrimos. A lo sumo se es un poco loco. Se es loco módicamente, en cómodas cuotas mensuales. Los autodenominados artistas en su inmensa mayoría usan arneses y saltan con red. Así no tiene gracia. Así no vale. Demasiado pocos son los que se arriesgan al riesgo.

Cuando digo lo que ahora escribo estoy recuperando mis impresiones relacionadas con dos obras de Pacheco,Del otro lado del mar y La cuna vacía. Él, del mismo modo que hace la luz, hace los silencios. En ese tráfico entre luz y silencios eslabona la sintaxis de su relato. Ese relato prescinde de la bendita anécdota como información y seducción. Eso que como espectadores siempre buscamos, el argumento, Omar Pacheco lo siembra a través de una sucesión de íntimos fragmentos que son perlas. Cada una de ellas de artesanía prodigiosa, tiene vida propia. La sucesión de unidades nos va introduciendo en una espiral en la que los silencios son sílabas envolventes. Pacheco vivifica a las sombras. Y asombra. Asombrando, transfigurando sombras, en sus ceremonias teatrales nos desnuda, nos desguarnece, nos agudiza esa criatura que tenemos acuclillada en nuestro domesticado laguito interior. En ese proceso de desnudamiento esencial nos empuja a la cornisa de preguntas cruciales que permanecen sin respuesta según pasan los años, los siglos, los milenios: de dónde venimos a dónde vamos.

El vértigo como coagulante

Su minuciosa gestación escénica, nos envuelve en un vértigo que en sí mismo constituye un coagulante de su ceremonia teatral.

Omar Pacheco no cree en las palabras, porque cree ferozmente en ellas: cree tan de raíz en las palabras que le da la palabra al silencio. Lo hace hablar. Y en la sucesividad de sombras enhebradas silencio mediante, va pariendo imágenes que nos dejan sin aliento. En su caso el silencio gime, grita, se retuerce, transpira, gotea, el silencio alarida.

Así es: las suyas son cápsulas de silencio hondísimo. Cápsulas que resultarán sílabas enhebradas. Desde el instante en el que se apagan las luces de la sala el espectador se siente arrojado a un vacío. De ahí en más el estado candente es el del asombro. ¿Un asombro semejante al que habremos tenido cuando saltamos de la mar del cálido vientre a este océano de incesante absurdidad que denominamos la Vida?

Víctor García, aquel tucumano mundial que fue a extenuar su talento al Viejo Mundo, alguna vez, en una entrevista que le hice hacia el año 1975, me decía que en el teatro ya se habían agotado las historias, que ya no quedaba nada que contar, que entre Shakespeare y Garcilaso y Lope y alguno más, se lo habían contado todo. Me decía con esto que el teatro de la anécdota y la palabra ya poco y nada podía decir. En Omar Pacheco, el cuento, el argumento, no necesitan ni de cuento ni de argumento, ni de argucias psicologistas. En él la palabra adquiere otra dimensión. La palabra es una pedrada de silencio adentro de las hondísimas pausas. Más: la palabra es un pulso que brota desde la placenta del silencio, en un amanecer de oscuridad en el cual el espectador se siente flotando en el cosmos.

Me animo a avisar, a garantizar, que nuestro Pacheco, cuando entregue el rosquete, cuando muera en castellano, no será para descansar en paz; será para descansar en intensidad, afiebradamente. Como corresponde a una criatura que tiene hambre en la sed. Que alarida adentro del vasto vientre de la sucesiva misteriosa oscuridad./p>

Un auténtico cornisa

Pacheco no se priva de nada: como inquilino de este nuestro entretenido país es alguien que también a la hora de ser hincha de fútbol carga con la ardiente cruz de ser hincha de Racing. Es decir, que también por el costado del fútbol eligió estar en una renovada cornisa y en carne viva. Se lo mire por donde se lo mire es evidente que Pacheco no se da tregua, es un humano hacedor de un teatro que se inventa a sí mismo, es alguien que no vino ni para resignarse ni para acatar la segura comodidad del sentido común. Vino, está con nosotros, para nadar aguas abiertas siempre contra la corriente siempre. Vino para hacerse cargo de la condenada absurdidad y, dentro de la absurdidad, para deletrear, en la inmensa noche, las venitas del aire.

Venitas… ¿cómo es esto de las venitas del aire? Propongo que los aquí presentes ahora mismo cierren los ojos. Manténgalos un momento cerrados. Ahora mismo podrán comprobar que en lo más íntimo de su carne el aire en la vasta noche tiene venitas y tiene pulso.

Insisto, Pacheco no está chiflado. No tiene un cablecito pelado. Tiene todo el cablerío pelado. Es loco naturalmente y sin renunciamiento. Es un auténtico cornisa. Alguien que se niega ferozmente a caminar por ningún otro lugar que no sea la más extrema orilla de las cornisas.

Omar me hace acordar a un crucial equilibrista que, cuando baja a la ancha vereda cotidiana, ahí sí tropieza y cae. Como el equilibrista, no sabe él, no quiere él: se niega a caminar si no es desde el vértigo. Es que a Pacheco, lo liso, lo plano, lo usual, lo previsible, lo cómodo, lo establecido, lo seguro, le producen arcadas. Es un definitivo habitante de la cornisa; tiene la impunidad y el arrojo de los sonámbulos. Su teatro convierte a las palabras en otra cosa. En talismanes, esquirlas o gotas de pura poesía. Sus intensas pausas entre imagen e imagen tienen la palabra.

En cada función ocurre: el público queda paralizado ante la hipnosis de la gestación de su teatro: los actores no salen a saludar, no hay aplausos. El aplauso sería peor que una pedrada. El espectador se retira con su corazón, con su cerebro, sus tripas, calladito la boca, casi en puntas de pie, sin una tos siquiera.

El lenguaje escénico de Pacheco, más que a la comprensión racional o al desborde emocional, invita, empuja, al asombro. Un asombro en su escala más intensa, un asombro que a medida que se genera, va transfigurando, encantando. Pacheco deletrea las tinieblas y las transforma en tiniebla iluminada, iluminante. Desde el más extremo detalle es como si le succionara luz a ese pezón oscuro que es el espacio escénico.

La condición humana desnucada

Precisamente, porque a sí mismo se impone semejante denuedo, porque trabaja de tal manera para desgarrar y desentrañar las tinieblas, Pacheco está habilitado para conseguir una propuesta tan honda y singular de la condición humana desnucada./p>

En un asunto que podría fácilmente desbarrancarse por el terraplén del sentimentalismo y del panfleto, la poética de Pacheco está a la altura de la crucialidad del tema. Memoremos, recordemos que en esta patria idolatrada, a partir del año 1976 después de Cristo, vivimos en el infierno. Mejor dicho, en el limbo del infierno. La pesadilla era la realidad. Con la adhesión y complicidad entre militares, civiles de todos los rubros, empresarios, ruralistas, empresarios, cúpula eclesiástica, pulpos medios de descomunicación, indiferentes activos, etc., aquí la degradación asesinadora fue desnucando sucesivos colmos. Empezaron por apresar volteando puertas en mitad de la noche, y no les fue suficiente. Torturaron, golpearon, quemaron, mortificaron genitales, desuñaron, picanearon, y no les fue suficiente. Arrojaron cuerpos vivos a la profundidad del río, y no les fue suficiente. Desaparecieron humanos por cientos y por miles y negaron sepultura, violaron la vida y después violaron la muerte, y no les fue suficiente. Entonces robaron cientos de criaturas arrancadas desde la tibia placenta; pero tampoco les fue suficiente: pretenden ser homenajeados habiendo confundido la impunidad con el heroísmo. En fin, damas y caballeros, que aquí fue desnucada la condición humana. Con La cuna vacía Pacheco contó ese cuento atroz descifrando una oscuridad cósmica.

Omar Pacheco, en el sentido más precioso y crucial de la palabra, es un subversivo del lenguaje, de la gestación escénica./p>

Encarnación de la inmaterialidad

Nadie que vaya con el cerebro y el corazón puestos a ver La cuna vacía puede retirarse con las mismas pulsaciones de esa experiencia de vida atravesada de muerte. Nadie sale como entró. Incluso aquellos que se distraen tratando de “entender” literalmente el “argumento”, son sometidos a y con una sucesión de relámpagos que conmocionan, que sacuden las aguas más hondas de nuestro laguito interior. Pacheco alumbra y estremece lo más profundo de la oscuridad con ecos de luz.

Prefiero llamar a lo suyo gestación teatral, más que espectáculo. Nadie que asista a esa gestación teatral puede salir igual después de ver tan adentro de la oscuridad de La cuna vacía. El ritmo de la circulación de la sangre se nos modifica, el latido se nos vuelve pulso. En el pulso está, subcutáneo, el suceder del inadvertido relato. Se trata de la corporización, de la encarnación de la inmaterialidad.

Momento de preguntarse: ¿De dónde le viene a Pacheco semejante capacidad de locura?, ¿por qué se obstina en dinamitar la comodidad de la cordura creativa nuestra de cada día?

Arriesgo una hipótesis: tal vez porque, cuando nació y asomó a los ruidos y vértigos de este mundo, no se le terminó de cerrar la mollera. Esa mollera nunca cerrada del todo lo convierte a Omar Pacheco en un ser en estado de criatura de lesa creatividad. Este es el punto: está poseído por la impunidad de las criaturas. Y todo se lo permite y se lo exige: no cree en los ruiditos de las palabras porque cree en la palabra.

¿Y qué es para él la palabra? Hay que reiterarlo: para él la palabra es esquirla no domesticada, es gota extrema y crucial, es talismán. Si eso no es poesía, ¿la poesía dónde está?

Pacheco, desde lo ético y lo estético renuncia sin arrepentimiento a todos los caminos fáciles. A lo habitual lo rechaza, aborrece hasta la náusea lo previsible. Cada minuto de su propuesta es una inquietante cápsula de misterio. Porque cuando Pacheco vadea tinieblas en el vientre de la oscuridad se introduce en otras napas del misterio. Al introducirse, temerario, en la placenta de la oscuridad, todo lo inventa, todo lo nace. Sus imágenes plasmadas en fragmentos terminan por convertirse en un panal. Panal, sinónimo de organismo. Estamos ante la consagración de la ontología de la oscuridad descifrada, la ontología del silencio activo.

La brújula arrojada

Hay preguntas que a los humanos nos persiguen a través de los días, de los años, de los siglos, a través de los milenios: de dónde venimos a dónde vamos. He ahí dos preguntas irreparables. Pero hay más: qué es poesía. Poesía podría ser la tristeza infinita de los perros en los domingos por la tarde. Poesía podría ser la palabra menos pensada. Poesía podría ser el impulso irreparable del marinero solitario que ya navegando muy mar adentro arroja su brújula por la borda. Pacheco vendría ser ese marinero que se le atreve a la tempestad, que se impone todos los riesgos, no sólo por atreverse tan mar adentro, sino que se aligera hasta de brújula.

La insoluble pregunta, qué es poesía, podría tener respuesta sin palabras cuando asistimos a las gestaciones de Pacheco. Eso indefinible, potentísimo, eso conmocionante que brota desde el vientre oscuro del escenario disuelto en puro cosmos, acaso,eso, ¿ no es poesía?

Las venitas de la oscuridad

Pacheco somete a la palabra a exigencias extremas que no se permiten límite alguno. Somete a la palabra a la fragua de una obsesión candente. Es el modo de descifrar y visualizar las venitas de la oscuridad. Es en esas venitas cuando Pacheco nos descubre la índole del silencio. Es en ese denso espacio que hay entre palabra y palabra cuando atesora los latidos que son pulsos. No hay relato en el sentido convencional, no hay cuento explícito. Esos latidos que son pulsos constituyen subterráneamente la médula del relato. He ahí el néctar conseguido en la fragua de la obsesiva obsesión. He ahí la palabra del silencio en pura acción. Aquí no hace falta entender. Aquí el espectador que se propone entender, como pasa ante los trucos de los magos, se distrae de lo esencial, es decir, se pierde lo esencial. Como espectador hay que ir munido del coraje de la inocencia; en todo caso se trata de pensar con el instinto: aquí hay que desanudarse y desnudarse y entregarse entero a una ceremonia que mejor no intentar explicarse.

El no aplauso

Su relato amasado con el fervor del obseso, desde esa oscuridad que sentimos cósmica y desde ese silencio palpitante, se nos trasmite como por ósmosis. Por ejemplo, cuando La cuna vacía concluye, La cuna vacía continúa. La asombrosa ceremonia queda suspendida como un coagulo de poesía en el aire. Por eso aquí no hay aplausos y si brotan algunos, se vuelven leves, levísimos, por temor a que se desintegre ese coagulo de poesía suspendido en la saliva del aire.

Aunque sabemos y aceptamos que el aplauso es algo inherente al espectáculo vivo que es el teatro, esta premisa funciona como mandamiento hasta que deja de serlo. En el planeta Pacheco el aplauso se encoge, se retuerce. El elenco no sale a saludar. No sale y no sale, y no sale. Y no saldrá, madremía. Y aquí, con esa no salida, se termina de consumar una ceremonia única. Porque aplaudir sería claudicar. Aplaudir sería trizar esa magia que ha quedado suspendida como un coágulo de poesía en el aire. Aplaudir sería espantar, arañar el semblante de esa poesía tan minuciosamente tejida, a fuerza de vigilia, a fuerza de tenaz insomnio.

Para los que se preguntan perplejos, y hasta con enojo, por qué no hay aplausos ni saludos finales en Del otro lado del mar y en La cuna vacía, la respuesta podría ser: el aplauso traería ruidos a ese ámbito sembrado de silencios palpitantes. Por esta vez el aplauso sería profanación de la poesía conseguida.

Posdata, un sueño para…

Sucedió que anoche tuve un sueño desasosegante: un niño musulmán era mordido por los fuegos de un misil colateral. De él, de ese sueño me quedó, nítida, una frase con su voz de criatura. Esa sola frase me empujó, me llevó a preguntarme con qué imágenes encarnarla. Ahí fue que escribí un casicuento, tal vez levepoema. Y pensé entonces que únicamente un creador endemoniado como Omar Pacheco podría corporizarlo. Pasándole por encima a toda lógica, ahora le doy rienda a la tentación de contarle a él mi cuento. (Perdón por la invasión a este prólogo, pero no hay caso, ahora mismo deslizo la consecuencia de mi sueño de almohada.)

Aquí va mi retazo de realísima realidad, soñado desde esa pesadilla no lejana:

Salió tambaleándose, ardiendo, desde adentro de su casa toda mordida por las llamas. El que salió ardiendo es un niño. Era.

Su pobre casa fue elegida por el eficaz azar de un daño de misil colateral.

Él salió con medio brazo desgajado, con retazos de ropa y el pelo y el cuerpo ardiendo. Ardiendo su piel, crepitaba entero él.

Lo vi venir desde el vientre de las llamas de su casa ultimada.

Como en una pesadilla avanzó hacia mis ojos.

Venía,

sigue viniendo y ahí llega. Cómo arde.

Llameante, se ha detenido a dos pasos del umbral de mi casa intacta.

Es un poco de niño.

Lo que queda de él, me dice con palabras neutras:

Señor, usted tiene sed.

Lo escucho, lo miro, no consigo responderle, no me brota una sola sílaba. Me dirá y me repetirá como un eco que se irá desvaneciendo:

Señor, usted tiene sed… Deme un vaso de agua.

usted tiene sed… Deme un vaso de agua.

usted tiene sed… Deme un vaso de agua.