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Prólogo de RB para el libro CANTOS DE LA SED,
de Osvaldo Bayer
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Bayer habitante, linterna, anarcoviviente, y antes y siempre, Bayer poeta.
Escribir un prólogo supone la obligaciónde elogiar. En el caso de nuestro Osvaldo Bayer, la obligación se transfigura, el elogio brota con naturalidad. Y brota con alegría. Aunque la alegría no tenga cotización literaria, debo confesar: pronuncio Bayer y la alegría me alumbra desde la primera línea.
Interrogantes, para poner en remojo: ¿Qué es poesía? ¿Para qué sirve la poesía, sobre todo la de los años adolescentes? ¿Qué sentido tiene rescatar, en plena madurez, aquellos poemas de allá tan lejos y hace tiempo? Entre el dicho y el hecho, en este pleno sur ¿cuán grande es el trecho? ¿La esperanza es un derecho o es un deber?, ¿o es una mera, patética puerilidad? ¿En qué, en qué consiste hoy, entrados al siglo 21, ser de izquierda?
Demasiados interrogantes para un prólogo, tal vez. Pero no desesperemos: la materia poética y la materia ideológica del organismo de Osvaldo Bayer, nos ayudarán a vadear esos a veces incómodos arduos interrogantes. Mientras, asomémonos a los poemas de Los cantos de la sed. Los escribió entre l949 y 1951, entrando a los 22 años de su edad. Recién en 1997 los publicó, con ilustraciones de su hija Ana, la editorial Mignani, de Treviso, Italia.
Estamos ante un libro de juventud de Osvaldo Bayer. Decir libro de juventud seguramente suena a pecado de juventud.Esto que podría interpretarse como una velada crítica es todo lo contrario, porque nuestro personaje es un anarcoviviente de la primera hora y, como tal, pertenece a la secta primordial: la de los intensos del mundo, los que saben y sienten que pecar, más que necesario es imprescindible, porque sin pecado el mundo de los humanos ya hubiera sucumbido a un desmayo en cadena, masivo, sin retorno, que reemplazaría cualquier clase de apocalipsis. Convengamos, pronto, que pecado es no pecar. Pecado mortal, definitivamente mortal. Don Bayer, alguien que nos avisó de las ejemplares y heroicas “putas de San Julián”, que padeció reclusión (62 días, ni uno menos) en una cárcel de mujeres, seguro que coincide en esto: que no hay peor pecado que el que no se comete y que, por lo tanto, pecado es no pecar. Así en la tierra como en la tierra.
Lo frecuente, lo que se usa, es que los escritores e intelectuales ya mayores, entrados a la tercera o cuarta edad, renieguen de aquellos poemas estallados en los calientes entusiasmos de la tumultuosa adolescencia, “cuando todo era un sueño”. Osvaldo Bayer, en una acto que en sí mismo es poético, de pronto nos regala el raro coraje de mostrarse entero; entero en el tiempo. Y va sin saco ni corbata, con la camisa desprendida, por sus poemas lejanos. Y afronta el candor de aquellos años en los que el adolescente no adolece de cálculo, no adolece de la adulteración de los adultos. Nos entrega como en una cajita de zapatos, sus poemas de juventud divino tesoro. Y con esta acción, sorprendente, Bayer alza aquellos poemas de su despertar al mundo.
De cuajo, escribiendo poesía explícita o aun sin escribirla, Bayer en este arrojado acto es poeta. Sin ser poeta en la semilla de su ser, Bayer no hubiera podido darle pulso y respiración, por ejemplo, a un personaje tan amador de la vida, como Severino Di Giovanni. Ni hubiera emprendido la riesgosa travesía de La Patagonia rebelde. Ni hubiera tenido la colosal ocurrencia de proponer que la calle Federico Rauch se llame para siempre Arbolito. Ni hubiera alzado los climas de su novela Riner y Minou. Ni se hubiera adentrado en lo más hondo de las penurias y los padecimientos y los olores de la miseria de los pueblos originarios. Sin ser poeta Bayer tampoco hubiera podido enarbolar y sostener, sin feriados, sus denuncias a los consentidos genocidios de entrecasa en nuestra patria idolatrada.
Arriesgándose, mostrándose en sus poemas de juventud, Bayer nos evidencia que, además de historiador, escritor, periodista, es un cantor. ¿Cantor? Valga la novedad: un cantor porque se canta –otra vez de cuajo–, en el qué dirán, en los (uso una expresión de Sergio Sergi) eruCditos de academia, en la autoconsideración de eso que tanto nos devela y llamamos, con perdón de la palabra, trayectoria. Él rompe la norma de los consagrados y nos comparte aquellos poemas que brotó ya saliendo de la adolescencia.
(Caramba, o carajo, resulta que Bayer es un cantor y se nos estaba pasando por alto.)
El caso es que aquí, con nosotros, Los cantos de la sed. Al lector le propongo una tarea preciosa: detectar, entreveradas en el tejido de estas páginas, las semillas que ya anunciaban a este porfiado cruzado de la solidaridad, a este revelador de despojos e injusticias siempre licuados por la cómoda desmemoria. Bayer, con esta faena ardua, pertinaz, como las madres abuelas parteras de Plaza de Mayo, nos enseña que la memoria no es retroceso, es semillación de un futuro por lo menos diferente. Nos enseña, además, que la paciencia no es resignación; es lo contrario. Nos enseña, al fin al cabo, que la incómoda y despreciada memoria es la forma más ardua del optimismo. Así es: el lector aquí tiene esa tarea: encontrar en la urdimbre de este racimo de poemas las semillas que ayuden a explicar esa gesta de solidaridad, afrontada con la palabra y con el cuerpo entero por este hombre, Osvaldo Bayer.
Los cantos de la sed
Ya estamos hojeando su nido de juventud. De entrada Bayer se sincera, nos dice: “A veces no se si soy egoísta: predico mi valentía y cuando veo que me siguen los convenzo para que me dejen. Esto es lo cobarde de mi valentía: me duele ver a los puros de corazón vivir de la fiebre de mi frente”. Lo cobarde de su valentía, dice. Y con esa síntesis ética nos demuestra que, como la caridad, la exigencia empieza por casa.
Los suyos son poemas en voz alta, poemas que al leerlos se escuchan con algo de la impronta whitmaniana: “Mi grito desgaja los arbustos de las montañas y despierta el dragón dormido”. Y se enoja con los de su edad: “¡Qué queréis de una juventud que ya no lee a Goethe ni a Homero! De una juventud que se burla de los sueños del poeta, de la inocencia del artista y de la blanca túnica del filósofo. La negra saliva de mi desprecio lo señala…”
Su información de género es atrevida, sobre considerando los prejuicios de aquellos años: “Soy una semimujer/ o un hombre salvaje.”
Sobre sus pertenencias, avisa directamente a las mujeres: “¡Mirad mujeres!/ En mis manos no hay dinero y tampoco en mis bolsillos. ¡Pero venid igual!”
Describe su despertar al vértigo del mundo, en estos términos: “Mis músculos son poderosos sólo cuando abrazan./ Mis labios son hermosos sólo cuando besan./ Mis palabras son bellas sólo cuando aman./ Los pobres me dan limosna/ y los ricos me envidian. ¡Mujeres! vuestro sexo me atrae (…)/ y mi corazón se inflama y mis rodillas tiemblan. ¡Mujeres!/ En mis palabras beberéis del vino más puro/ y las mieles de los prados. ¡Mujeres!/ En mis palabras siempre estará el poeta del sombrero de anchas alas”.
Más allá del despertar y de la conversación de los cuerpos, de los sabrosos “besos a las sucias lavanderas”, del soldado que juega “a escondidas con naipes sucios”, y del “vino barato pagado con balas”, asoma, rotundo, el rebelde libertario que Bayer iba a ser por siempre: “Fui soldado y odié y odio/ a los uniformes de profesión,/ y a los que aman los uniformes,/ y a los hijos de los uniformes./ ¡Mirad a los pájaros como ríen de esos muñecos de palo!”
El germinal libertario esboza muy rápido su autorretrato: “Poseo anteojos de sabio,/ cerebro de ignorante,/ sexo de hombre,/ alma de mujer,/ impulso de mercader,/ bolsillo de poeta.// De todos los que conozco soy el único libre…”
Sus poemas avanzan en un tono de conversación franca con el lector; en esa frecuencia Bayer va desmenuzando sus señales de identidad, revelando su simiente: “Abrid mis venas./ ¿No veis en mi sangre el rostro de mi madre?/ ¿Su risa, su voz, sus labios?/ ¿Su canto de alondra perdida? ¿ y el campesino olor/ de una vida sin rejas?// Yo soy el hombre-mujer./ Soy hombre por la debilidad de ser hombre,/ y mujer por lo fuerte de lo femenino.” (…) Soy hijo de un tosco abrazo, de dos pechos jadeantes/ de dos bocas deseosas./¡Soy hijo de una mirada!”
En su comunión con el mundo, con todo lo que tiene pulso, Bayer no tiene reparos, es pura celebración: “Mi felicidad es esta./ ¡Mira, aquellos dos se aman! Entonces brinco y salto, pues cuando besáis/ me besáis a mi. (…) Cuando me dicen/ que el amor ha entrado en vuestras venas, grito y brinco y lloro,/ sacudo el polvo de mi verde sombrero de anchas alas/ y lo engalano de cintas rojas”.
El poeta redobla su confesión libertaria, no tiene “límites de horizontes”. De pronto se pregunta: “¿Habrá una mujer para mí/ silvestre y fresca y varonil?” Y la pregunta viene con un “grito hasta sollozar”. El adolescente solitario necesita juntar su soledad a otra soledad, para deletrear los días y las noches del vivir. Admite con inocultable orgullo: “No tengo nombre, ni familia, ni casa, y estoy desnudo, sólo poseo la luz del sol/ y el canto de los grillos”. El libertario ya es mucho más que un leve atisbo. De pronto sus carencias son sus posesiones.
Entre esas posesiones está la de un creciente dolor, el dolor de la sed y del conocimiento. ¿Y entonces? “Y entonces trepé un alto pino,/ y hablé con Dios,/ y Dios se entristeció por mí y acarició mi cabeza/ y entonces lloró/ y sus lágrimas cayeron en mis ojos y rodaron por mis mejillas”. Evidente: para el joven libertario Dios es alguien sumamente humano.
En el apogeo de la adolescencia de Bayer los “bosques salen al camino/ a otear la sombra… / caen las hojas/ del verano maduro en el aire amarillo”. A todo verano le llega su otoño. También al poeta. Para él todo es tan amarillo. Tan amarillo como el sol. El poeta de sombrero de anchas alas ya afronta el otoño de su adolescencia. Lo que le espera después es la vida entera, los azares de la historia. Una vida que él atravesará siempre con la prodigiosa impertinencia de la sed. Está listo para salir al mundo, en condiciones de elegir una y otra vez, siempre, el camino más empinado. Está en condiciones para alzar la ardua linterna de la justicia en busca de todas las causas perdidas habidas y por haber.
Anarcotraficante, anarcoviviente
He aquí, desnudos, los poemas de Osvaldo Bayer. Cómo, ¿Bayer también poeta? En realidad, pensándolo mejor, habría que invertir la pregunta: cómo, ¿Bayer también historiador, también periodista, militante libertario?
Dicho de otro modo: Bayer no podría ser historiador, encarnizado alumbrador de genocidios naturalizados, si no fuese desde la índole de su médula, poeta. Y no podría, sin ser poeta, ser anarquista; es decir, en última instancia pacifista. Y no podría ser Bayer, como es, un anarcoviviente. Un anarcotraficante. Anarcotraficante ¿de qué? Tengamos la paciencia de algunos párrafos, ya cometeremos la infidencia y lo desenmascaremos.
Con los palpitantes poemas de Bayer tan cerca, nos vuelven los interrogantes:
¿qué es poesía? O, para decirlo urgente: ¿qués poesía? ¡Pánica pregunta! Más fácil sería averiguar el de dónde venimos y el a dónde vamos.
Pero atrevámonos: poesía,
¿es la sed hasta las últimas primeras consecuencias?,
¿es el verbo sin retorno, arrojándose sin red?,
¿es el navegante que en pleno mar decide quebrar el eje de su brújula?
¿es el perro que cansado de ser perro muerde la mano del amo –llorando el perro?
o, en una de esas, ¿es la ética hasta más allá de las últimas consecuencias?
Por favor, ¿qué es, ¡qués poesía? ¿Será acaso la curiosidad sin retorno, la desesperación entusiasmada, la ética convertida en ideología?
O, tal vez, ¿será el pensamiento menos pensado?, ¿el compromiso incondicional, de cuajo, con todo lo humano que tiene pulso sobre la rasante tierra?
Estos interrogantes, que dan vértigo, nos brotan al considerar, de pronto, a Osvaldo Bayer poeta. ¿Poeta agraciado por la gracia de Dios? En todo caso poeta por la gracia de la madre y el padre que lo parieron; madre y padre, los autores de su sangre
Con Bayer de algún modo sucede como con Rodolfo Walsh: en él la militancia encarnó en literatura, o viceversa. Walsh se nos presenta como el ejemplo de la literatura dispuesta a inmolarse en la acción. Bayer es otro ejemplo, viviente, de la palabra hasta las últimas consecuencias. De la palabra sin red. De la palabra que cuesta la cárcel, que cuesta el exilio, que hasta puede costar la vida. Una palabra así de arrojada no puede no ser poesía.
Se nos cae por maduro: es imposible ser Bayer, es imposible ser anarcoviviente practicante genuino de la izquierda, sin ser poeta desde el carozo del corazón. Es imposible ser Bayer sin ser, desde la sed de la médula, poeta.
En busca de las causas perdidas
Me denuedo por afirmar algo que tal vez suene a obviedad: Bayer es poeta no sólo por los poemas que escribió en una de sus primeras juventudes y por los poemas que seguramente tendrá traspapelados. Es poeta en su modo de estar adentro de la historia en el mundo. Es poeta cuando en una tremenda pulseada doblega a su jodido cáncer. Es poeta cuando le pone el cuerpo y la palabra a todas las causas perdidas, esas causas socavadas por la obscena desmemoria. Esas causas que nuestros pulpos medios de descomunicación ningunean y minimizan y ocultan sin asco.
Se me cruza el recuerdo de una tarde, en la Plaza de los Dos Congresos. Se hacía un acto en solidaridad de una huelga de hambre que realizaban sobrevivientes del intento de copamiento de La Tablada. Había un pequeño escenario y cantores y cantoras iban testimoniando su solidaridad con los ayunantes. Allí estaba Bayer, sentado en primera fila en una sillita precaria, mirando y escuchando y poniendo el cuerpo durante una hora, durante dos tres cuatro horas. Apenas podía ponerse en pie, caminar veinte metros era algo moroso que hacía afirmándose en un par de laderos sanos. Ni una queja. Estaba librando el momento más desigual de una batalla que con los meses le ganaría al cáncer. Tenía el rostro amoratado consecuencia del porrazo debido a una medicación de esas que trastornan el equilibrio. Pero allí estaba él, estoico y palidísimo. Cuando terminó el acto me ofrecí a llevarlo hasta su casita-tugurio. En el viaje conversamos de cosas que proyectaba hacer en su semana que viene, por ejemplo un viaje a dar una charla a un pueblito del sur. Un eterno viaje en ómnibus. “Ya estaré mejor, seguro que viajaré, no puedo faltar”.
¿Qué es poesía? Justamente poesía es esa entrega discreta, sin alardes y, por discreta y sin alardes, heroica.Ya estaré mejor, viajaré, no puedo faltar.
Bayer es, como nadie, habitante. Honra y merece como nadie el aire que respira. Hace poesía al andar. Y hace poesía también cuando, por ejemplo, escribe sus columnas periodísticas en Página 12. En esas columnas vuelta a vuelta se formula y nos formula una pregunta desgarradora que tiene una desgarrante respuesta: después de tantas guerras, de tantas masacres, de tantas crueldades, de tantas impunidades, después de tanto genocidio preventivo, de tantas vidas interrumpidas, abortadas a cualquier edad, ya entrados al siglo 21, el ser humano, la civilizada civilización, ¿aprendió algo? Esa es la pregunta que Bayer nos hace y se hace: ¿la condición humana ha aprendido algo después de las atrocidades de los sucesivos genocidios, por empezar el del pueblo armenio perpetrado por el estado turco otomano? ¿Ha aprendido algo del nazismo exterminando millones de judíos y, para no ir más lejos, aprende algo de los genocidios preventivos de la opulenta América del Norte?, ¿aprende algo de la trituración del pueblo palestino ejecutada por el estado derechobelicista de Israel?
En ese crucial “hemos aprendido algo”, historia mediante, Bayer es enteramente poeta. ¿Por qué? Porque salta sin red. Porque no le baja la mirada al abismo. Bayer insiste, machaca con la pregunta imprescindible y desgarradora. Insiste y machaca sin ser por ello reiterativo. Reiterativa es la crueldad y la asesinación consumada preferentemente por el neoconservadurismo, por el neoliberalismo, por el neodesguace, por la neobuitredad. Pero, como poeta que es nuestro Bayer, en lo más hondo de su corazón entusiasmado anida la semilla de una esperanza porfiada basada en el optimismo de la memoria. Es como si él quisiera sembrar en el abismo. Y es lo que está haciendo. Y ante tamaña porfiadez el abismo se deja sembrar.
Por todo lo anterior es que podemos afirmar, sin rozar la exageración, que Bayer es el poema. Su vida entera es de poesía por aventurarse siempre a los caminos más ásperos, más empinados. Por arrojarse sin red. Nada más arriesgado que la poesía de las acciones concretas en este valle de lágrimas propiciadas y en estos asfaltos sembrados de hipocresías, agachadas, mutaciones oportunistas, de alevosa desmemoria convalidada por la incoherencia convertida en hábito.
Ser o parecer de izquierda
Es momento, a propósito de nuestro Bayer, de proponer algunas reflexiones sobre la diferencia que hay entre ser de izquierda y parecer de izquierda.
Una pregunta nos sale al paso y no la vamos a esquivar. Es esta la pregunta: ¿hay seres, en esta patria –en este mundo, en realidad– que puedan afirmar por la mañana, al levantarse, “soy de izquierda”? ¿Hasta dónde uno puede éticamente merecer semejante pregunta?
Mientras la pregunta madura empecemos por revisar, como sociedad, dónde estábamos y donde estamos parados por estos años. Entrando al siglo 21 después de Cristo éramos habitantes de un agujero con forma de mapa, de un conato de país que milagrosamente conservaba las nueve letras de su apellido. Este entretenido sitio había sido rifatizado con el fervor de la impunidad; saqueado desde adentro más que afanado desde afuera. Entregado obscenamente, loteado al peor postor; en sus reservas energéticas, donado a rajacincha. Un poco más atrás, hacia mediados de 1976, por donde se lo mire nuestro sitio en el mundo fue desangrado, violado en sus vidas y violado en sus muertes, al compás de una complaciente indiferencia civil, empresarial, ruralista, mediática, eclesiástica, indiferencia entusiasmada que, por extendida, no disminuye, ni un gramo, la culpabilidad de los criminales asesinos. (La culpabilidad por asesinación no sólo no prescribe: no se reparte, no se fracciona, no se licúa por más que haya diferentes grados de responsabilidad y la cantidad sea cuantiosa.) El caso es que la violación de las vidas no les fue suficiente, ni la violación de las muertes, encima se robaron criaturas desde la placenta; por cientos se las robaron.
La cuestión es que aquí no quedaron ni los mástiles. Desgracia con suerte, aliviadora, porque ¿qué bandera hubiéramos izado?
A propósito de esta civilizada barbarie, Bayer nos enseñó y nos enseña a encarnar la denuncia. A sacarnos las caretas. Aquí hay un emporio de derechas y una manga de izquierdas, pero con una diferencia capital: las derechas son opciones camufladas en los grandes partidos. Hay derechas que no lo parecen y hay derechas explícitas. Estas y aquellas tienen un sólido rasgo común: siempre se juntan, no descansan ni en los días de guardar. Y guardan siempre.
En cuanto a las izquierdas de la Izquierda: decir que esto es un archipiélago es, en el fondo, una especie de autoelogio. Observando la implacable coherencia de Bayer podemos advertir que aquí, a lo largo de las décadas, las izquierdas han persistido en confundir estribillo con ideología. Entre la vanidad y el capricho, cada brote de izquierda o de progresismo se autodecapita antes, mucho antes de despuntar y de probarse en la gestión concreta. La pavorosa capacidad para el temprano suicidio hace que las izquierdas de esta presunta izquierda nacional no necesiten enemigos: al enemigo vuelta a vuelta hasta se le ahorra el trabajo.
En realidad nuestras izquierdas no mueren jóvenes, ni niñas. No pasan del conato, del presentimiento prenatal. Por eso, ni decir que son un archipiélago podemos. Son (somos) esquirlas de un cascote inocuo. Esquirlas de ética intermitente.
Así viene siendo. Pero quedarnos en la cómoda descripción sería una manera de consolidar esta apoteosis de la esterilidad. Sería, una vez más, confundir cinismo con lucidez. El regodeo en la autocrítica también suele ser una comodidad y sólo nos sirve para distraernos con la pueril vanidad del alarde. La autoflagelación no es ni sirve como autocrítica.
Considerando este reiterado panorama, ¿qué significa aquí un organismo linterna como Osvaldo Bayer? Significa una de las pocas excepcionales excepciones.
Pero él no es una excepción que se consume en la antorcha de símismo: es una excepción contagiosa. Porque si es contagioso el bostezo y son contagiosas la indiferencia y el miedo y la corrupción, también puede ser contagiosa esa clase de compromiso que no se queda en las nobles palabras, ni en la arenga de ocasión. Bayer es un ser linterna contagioso, tenaz y entusiasmado.
Algunos rasgos del sucesivamente joven Bayer: aunque es argentino y es historiador y tiene barba, no es solemne. En sus actos y en sus dichos no hace como que. No descansa en la fácil comodidad de poner su nombre en las solicitadas nuestras de cada día. No es políticamente correcto ni la trabaja de políticamente incorrecto. Bayer no actúa de Bayer: es Bayer. A lo largo de estos años lo hemos visto sembrando su tarea; lo hemos visto también sobreponiéndose y ganándole a la enfermedad, y sacando su cuerpo a la intemperie. Aunque él no quiera enseñarnos nada, sus palabras-acciones nos demuestran que la esperanza no es una puerilidad de ingenuos, es sí el más arduo, el más imprescindible de los trabajos.
Si fuera un cristiano de iglesia, creyente, comulgador y activo, Bayer sería tan respetado como lo es siendo un anarquista. Sea lo que sea, es, con perdón por la estropeada palabra, un sacerdote.
Da gusto, anima el ánimo, da alegría saber que Osvaldo Bayer existe y es de aquí.
Conmueve su apelación a la ética que aflora, constante, porfiada, en sus escritos cotidianos. Bayer, en tanto poeta, ha hecho de la ética una ideología.
Existe Bayer no como un solitario supremo e inalcanzable; existe porque refleja con sus palabras-acciones la existencia carnal de los tantos que hacen y que sueñan: los primordiales. Esos que encarnan y construyen, desde lo anónimo, el ejemplo que les pedimos a los famosos, a los héroes deportivos, a los congelados próceres patrios.
Osvaldo es un anarquista porque, después de todo y antes que nada, ama, con el fervor de los desesperados, a la Vida. Y no vayamos a suponer que es un anarquista desarmado, reducido a la comodidad de la mera metáfora. Qué va. Él, sí, él, está armado hasta los dientes. No se conforma con criticar sin feriados al enemigo. Con inclaudicable terquedad alumbra, descubre, muestra a esos héroes sin nombre que sostienen la más honda de las pulseadas.
Con seres como Bayer uno, por fin, modifica cierta enquistada pregunta: en vez del lagañoso “¿cómo es posible que nos pase lo que nos pasa?”, empezamos a preguntarnos “cómo es posible que, siendo como somos y dejando de ser como debiéramos, estemos todavía con pulso”.
Sencillo: estamos con pulso por los primordiales. Por esos que hacen y sueñan a rajacincha. Bayer viene siendo un alumbrador de primordiales, de desgajados, de desterrados de su propia tierra.
Podría parecer que a esta altura hemos perdido de vista su poesía. Al contrario, en esa iluminación de causas ninguneadas y perdidas consiste su poesía. Este hombre es demasiado humano para ser un prócer-ejemplo. Es algo mejor: es una porfiada linterna. Punzante, jodida, sin horarios ni feriados esa linterna nos viene alumbrando en este caldo desmemoriado, en este amasijo de escritores y periodistas impostados, de farsantes bajitos, de intelectualudos que licúan su condición de desertores con los rápidos reflejos del renovado oportunismo. El compromiso con la realidad consiste en mucho más que en tener reflejos para estar prontos firmando todas las solicitadas por las causas justas.
Cada año, como todos los nacidos, cumple años de edad nuestro Bayer. Pero aunque se aproxime a los noventa, cierto entusiasmo de adolescente no lo abandona. El cansancio de los infinitos viajes y jornadas lo vuelve, sin metáfora, más bello. Él no tiene ningún pacto con el diablo, ese reverso de Dios. Tiene un pacto con los fuegos del entusiasmo. Tan es así que por momentos hasta se nos da por pensar que Bayer no tiene entusiasmo, es de entusiasmo. De poesía perenne. No hay caso, no envejece: Bayer enjovece.
Observemos cuando escribe sus columnas: nunca pontifica para ser memorable, ni para dejar sin habla a sus pares. Escribe para ver si hacemos algo con esto que llamamos mundo, para ver si dejamos de dar por hecho que “no hay nada que hacerle”.
Ser lo que se dice, hacer lo que se enarbola, amigar el dicho con el hecho en el vértigo menudo de las acciones de cada día, es nuestra cuestión tan pendiente.
No se trata de trabajar de intelectualudos, de rozar la filosofía o la sociología, de codearse con los ruidos, con los estribillos de la mentada ideología. Se trata más que de parecer, de ser lo que decimos; se trata de pugnar, de hacer lo que enarbolamos, de reducir el patético trecho que en estos pagos hay entre el dicho y el hecho. Se trata, como se dice en la vereda, de no seguir mandándose la parte. De tener memoria no sólo referida a las acciones de ese que llamamos el enemigo, sino memoria, antes que nada, con las mudantes e invertebradas acciones de los que presuntamente estamos en esta vereda: la vereda progresista, la vereda buena, la vereda de las causas justas. Joder con la vereda.
Vale la pena (o la alegría) aclarar que nuestro Bayer no es un solitario. Es alguien que prescinde de todas las formas del heroísmo de la soledad, porque escribe en voz alta y ha elegido, desde siempre, guarecerse en la intemperie. Sabe que allí, muy adentro de la intemperie, están los desgajados, los que no tienen nombre, los condenados antes de nacer, los que no tienen dónde caerse muertos. Sabe, como el hachero Valentín Céspedes, que hasta podemos perder la esperanza, pero que no tenemos que perder la fe en la esperanza.
Armado hasta los dientes
Hace el rato de unos párrafos escribí que nuestro Bayer está armado hasta los dientes. Ha llegado el momento de la delación; que esto quede entre nosotros. ¿Armado con qué? Armado por empezar con ternura. Bayer tiene una enorme, una renovada capacidad de furia. Sin embargo esa capacidad de furia va a la par de su capacidad de ternura. Pero, ¿desde cuándo un intelectual, un historiador, un escritor puede emocionarse y emocionar y filtrar ternura en sus denuncias, en sus reflexiones?
La respuesta a esto es: ¿y por qué no? La ternura es una prodigiosa llave secreta que no tiene prestigio entre los manipuladores del canon. No importa: la ternura también puede ser una herramienta para el conocimiento. Aunque los eruCditos la minimicen con el condescendiente menosprecio.
No puedo evitar decirlo: presiento que el día que a nuestro Bayer las Fuerzas del Orden le caigan con un allanamiento a su escueta vivienda porteña, El Tugurio, le darán vuelta sus mínimas pertenencias; por fin debajo de su cama encontrarán una punta de bidones. ¿Nitroglicerina? No. Bidones llenos hasta el cuello de eso, de ternura. De ternura mezclada por partes iguales con ilusión. Ilusión, otra palabra mal cotizada. Palabra menudita que sin embargo realimenta a la vaciada palabra esperanza.
Padecemos en estos pagos de una suerte de desertores que sin embargo se las arreglan para figurar y estar al frente de los cantos de utopía. En este acostumbrado río revuelto, en este caldo de limbo y de farsa, nuestro Bayer es, él mismo, un linterna. Él sabe, como anarquista primordial, que a la piedra no hay que juzgarla ni perdonarle nada. Que ya basta, que ya basta de echarle la culpa de la pedrada, a la piedra.
Volvamos por una pregunta pendiente: alguien, en este mundo, en esta patria más loteada que idolatrada, ¿puede decir por la mañana, al levantarse, “soy de izquierda”?
Pienso y siento que muchos menos que pocos pueden afirmar por la mañana el “soy de izquierda”. Eso, “soy de izquierda”, sólo se puede sostener al final del día, después de revisarnos la jornada, después de ver qué dijimos con las palabras y qué hicimos con las acciones. Después de ver qué trecho hay entre nuestro dicho y nuestro hecho.
Osvaldo Bayer, también poeta por sus acciones, sigue como a sus veinte años, cantando desde su sed. Desde la sed de su ética. En nuestro Osvaldo la ética es un modo de la poesía. Él es aquí, en esta patria idolatrada, en este pedacito de mundo, uno de los muy, pero muy pocos que por la mañana puede decir “soy de izquierda”. Él sí. Pero no siente necesidad de andar diciéndolo: siempre tiene mucho que hacer el hombre.
Allá viene, anidando el racimo intenso de sus poemas… Allá va, traficante de ternura, con el fuego de su implacable coherencia. Cuidado, que en su campera andariega esconde granadas de corazón.
Ahora mismo vamos a suponer un disparate: que el mentado Dios con mayúscula existe. Ese Dios salta, baja de su oceánica nube para darle un abrazo a nuestro entrañable poeta. Osvaldo, siempre alerta, no dejará pasar la ocasión; seguro que a Dios le dirá: “Mejor ocúpese de los desguarnecidos de siempre; vaya a abrazar a los olvidados de Dios.”
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Buenos Aires en abril del 2015
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