Querido enemigo (Cuentos)
Editorial Planeta, Buenos Aires, 2013.

Prólogo

El fútbol: ¿hasta cuándo una escritura de cabotaje?
Ninguna condición. Sin peaje
No importa si la lectora o el lector son hinchas o simpatizantes de Boca y no de River; o viceversa.
No importa si no son ni de River ni son de Boca.
No importa si son de cualquier otro equipo, estelar o ignoto.
No importa, tampoco, si no entienden de fútbol.
Ni importa si al fútbol lo aborrecen desde el cerebro y desde las tripas.
Nada de eso importa; estos relatos, vertebrados o detonados por el fútbol no imponen ninguna condición de afecto o sapiencia futbolera para ser leídos. Ni la condición de ser o no ser hincha, ni la condición de entender o no entender, de amar o aborrecer al fútbol.
Basta con saber leer.
Estas historias, a veces rozadas por el delirio, en el fondo y en la superficie son reales, ciertas. ¿Y el delirio por qué? Porque sólo acudiendo al delirio desde la ficción apenas si le empatamos, apenas si le arrimamos el bochín a nuestra prodigiosa realidad, en la que los colmos estallan con la facilidad de las burbujas. En la que el absurdo es una moneda que dos por tres cae de canto, parada. Realidad en la que el absurdo vuelta a vuelta es desnucado. Y el abismo desfondado.   

River, la hazaña al revés
Muchos lo saben, y los que no, tienen el reverendo derecho de ignorarlo: River Plate es el club que hasta el 2013 ganó más campeonatos de fútbol profesional de la Argentina. Ha sido, por décadas, el mayor proveedor de jugadores para la selección nacional, y gran vendedor de jugadores a clubes de todo el mundo. No es casual su apodo de Millonarios. Atravesó rachas de muchas más que siete vacas gordas, tiempos en los que hasta se aburría de salir campeón. Este mismo River consiguió la hazaña inconcebible, para propios y extraños, la hazaña imposible, la hazaña al revés: irse al descenso, a la categoría B. Acaeció el 26 de junio del año 2011 después de Cristo.  Constructor de su propio apocalipsis, tuvo que bajar a jugar con equipos más o menos ignotos que hasta estrenaban camisetas nuevas para enfrentarlo.
Sonará a exageración, pero cuando se haga la memoria y balance, al final del siglo 21, esta fecha emergerá como una de las más singulares entre las vividas por la sociedad argentina: desde la conmoción, desde lo dramático, desde el estupor. Y más allá de lo estrictamente deportivo.

River y la Argentina, tan parecidos
El fútbol, aparte de un juego prodigioso, puede ser una renovada metáfora, y finalmente una herramienta de conocimiento. La hazaña suicidante y apocalíptica de River se parece demasiado a la hazaña suicidante y apocalíptica de un país, Argentina, que luego de la atroz dictadura de 1976 y de la obscena aniquilación consumada en la década del 90, de milagro conservó las nueve letras de su apellido. País de abundancias y de cuatro climas suculentos, gran emporio de paradojas, a partir de 1976 y sucesivos, aquí anidó el infierno en el mismo limbo; harto de tocar fondo una y otra vez se superó en la calamidad y desfondó el abismo. Ya en democracia, en la última década del siglo pasado, aniquiló su industria, cortó su red arterial de ferrocarriles, entregó por chirolas sus yacimientos petrolíferos fiscales, vendió por nada las joyas de la abuela. Y a la abuela también. Aquí no quedaron ni los mástiles. Desgracia con suerte, porque, ¿bandera de quién hubiéramos izado?
El caso es que, los mentados argentinos dejamos de ser, como nos enseñaron y creíamos, “los mejores del mundo”. Pero de todas maneras encontramos consuelo al considerarnos y ser considerados “los más inexplicables del mundo”.
En los aspectos de autodestrucción y vaciamiento, en otra escala, River Plate se ha parecido notablemente a la Argentina.
Pero, al parecer, hay vida después de la muerte. Y la tan argentina capacidad de resurrección, también parece valer para River.

River con Boca. Por única vez
En la travesía de estas historias, River aparece como asunto, a veces protagonista, a veces detonante. Otra casi constante, y sin que lo haya buscado desde mi voluntad, es que en más de una ocasión me he encontrado con historias en las que conviven personajes de River y de Boca. Hasta armoniosamente conviven.
Esta convivencia en la ficción de un cuento me pasó por primera vez en 1999 con “Señor Labruna”, un relato que ahora reescribo y en el que relaciono a Ángel Labruna, jugador emblemático de River, con Estupor Corcuera, un maestro de escuela de frontera, hincha de Boca, que le escribe cartas. Cuando escribí y reescribí esta historia que vincula desde el afecto y la armonía a River y Boca, o viceversa, por así decir no sabía lo que hacía. Esa convivencia que anida subterráneamente cierto ocultado afecto entre los mayores y más enconados clubes del fútbol argentino, emerge en varios cuentos. Reitero: esto no me vino a propósito, por búsqueda o decisión de mi voluntad; esto se me cruzó en el camino, me salió así. Y yo no me resistí a la ocurrencia, me entregué.
A la hora de soñar, uno, escritor, no se priva de nada. Mi sueño, tal vez desmesurado, es que este libro sea leído como se lee un libro cualquiera de cuentos, tanto por hinchas o simpatizantes de River como por los de Boca. Tanto por los que entienden el juego desde el goce y desde el sufrimiento, como por los que no lo entienden y hasta lo aborrecen.
Quiero decir: me gustaría que el tema fútbol no sea un impedimento ni un condicionante para la valorización literaria. Que simplemente sea leído por hombres y por mujeres. Por hinchas de cualquier camiseta, o de ninguna.

La falta de enemigo, ese malestar
En estas páginas se puede llegar a avizorar el síndrome de la falta de enemigo, desasosiego latente en tantos hinchas de Boca cuando River se fue al descenso.
Transitando este camino por supuesto que emerge la cuestión de las antinomias, esa adicción que condimenta y hasta motoriza el vivir y morir de los argentinos.  
Pienso y siento que ser de River, o ser de Boca, o ser de cualquier club, es algo que le puede pasar a cualquiera. Ser argentino no es nada del otro mundo, también es algo que le puede pasar a cualquiera. Y ser argentino, derecho y humano, es algo que nos pasó, a nosotros, madremía. Y que no está de más recordar.

Pero el derrumbe insoportable de River nos demuestra una vez más, fútbol mediante, que puede haber vida después del apocalipsis. Y que la vida siempre continúa. Por el momento. Al menos mientras el aire y el agua del planeta tengan semblante y pulso. Mientras no insistamos, con suicidante alevosía, en aniquilar el planeta entero.
Pero a dónde me fui a parar, si lo real es que estas historias tendrán pulso o no, por lo que literariamente valgan o no.

¿Por qué un género menor?
A esto quería llegar. No puedo ni quiero ocultar que mi propósito es que estos relatos sean un aporte para vadear ese prejuicio, naturalizado de tan arraigado, que desde siempre viene discriminando a la literatura futbolística considerándola –aunque sin explicitarlo en voz alta– un género simpático, pero menor. Pienso que el hecho de que una narración, un poema, una obra de teatro, una película, una canción, un cuadro, tengan al fútbol como asunto, como eje o como detonante, no tiene, fatalmente, por qué achicar sus posibilidades estéticas.
Sin ánimo de comparación, algo o mucho de esta discriminación que proviene no de genuinos intelectuales sino de intelectualudos impostados, en su momento la padecieron, sin ir demasiado lejos, Roberto Fontanarrosa y Osvaldo Soriano. Por años sus novelas y cuentos fueron valorados con cierta condescendencia. Es como que no se les perdonaba su extraordinaria eficacia a la hora de captar la esencia de lo popular, como si el fútbol y lo popular no tuvieran derecho a los rigores de la mirada crítica, a los pulsos de lo estético.
Lo digo de otro modo: un poema, un cuento, una novela, un ensayo o una obra de teatro sobre fútbol son genuinas, intensas, cuando su escritura es genuina e intensa. Y son impostadas y desmayadas cuando su escritura es impostada y desmayada.
Aprovecho la ocasión para insistir en que, como asunto literario, como materia de ficción, el fútbol, desde eso que llamamos canon, si no es negado, por lo menos es minimizado o analizado críticamente desde la condescendencia.
Pienso que esta negación, disimulada o explícita, encarna un prejuicio güevón, no de intelectuales, sino de intelectualudos que confunden la chatura con el nivel del mar, la caspa con la nieve. Que un cuento, novela, poema, suceda desde o sobre el fútbol, a priori no debiera condicionar ni su nivel estético ni su trascendencia. Pero el caso es que no cuesta nada detectar cierto racismo, cierta discriminación hacia la literatura futbolera, discriminación a veces encubierta por esa mirada, insisto, de simpatía tolerante.

Ser leídos con naturalidad
La evolución de la literatura interesada en el fútbol (no como género menor, residual, complementario, meramente captador de anécdotas) viene siendo notable. No sólo por la cantidad de lectores, no sólo porque muchísimos entran por primera vez a una librería atraídos por el libro de relatos de fútbol sino, además, porque pasada la primera década del siglo 21 en este rubro editorial ya se pueden detectar exitosos casos de plagio. El plagio es un síntoma de cuánto ha crecido el género como tal. 
Si así viene siendo, cada día debiera faltar uno menos para que por fin se arribe al tiempo en el que la literatura que observa y cuenta el mundo desde y a través del fútbol, sea leída con la debida atención, semejante a la que se le dispensa a la fantástica, a la policial, a la ciencia ficción, a la histórica y a la biográfica. Como si fuera adulta y con un registro que no se restrinja por el tema.
¿Acaso estamos pidiendo algo desorbitado? Estamos pidiendo ser leídos sin preconceptos, con naturalidad.   
Por otra parte: por qué escamotearle al fútbol la pertenencia a un ángulo tan válido como cualquier otro para explorar las mañas, los síntomas, los recovecos, los pliegues de la condición humana.

El fútbol, ojo prodigioso, otro aleph
A esta altura de los almanaques y de los vientos es por lo menos curioso que, nos guste o no el juego en sí mismo, el fútbol es un ojo prodigioso, un aleph que permite alumbrar taras, comportamientos, complejos, virtudes, defectos, manías, delirios, sueños, destrucciones, construcciones de eso que englobamos en la expresión nuestra sociedad.
¿Suena a desmesura esta afirmación? Me permito sostenerla con otras afirmaciones. Las vetas por las que el fútbol le entra al vivir humano son muy diversas. Vetas, filones. Según desde dónde se lo mire, el fútbol puede ser muchas cosas:
Puede ser un negocio descomunal, mundial, manejado con inmoralidad naturalizada.
Puede ser una religión que saca a relucir unas devociones más graves, tan fundamentalistas como esas de las religiones con templos y altares.
Puede ser una patria más intensa que la patria misma. Comparemos la cantidad de banderas que brotan en los días de los mundiales con las banderas que apenas asoman en las fechas patrias. Comparemos la depresión nacional que produjo el análisis de orina que expulsó a Maradona en el Mundial de 1994, con la depresión que produjo la noticia de que el ejército argentino se había rendido en la desguerra de Malvinas. La vibración, la conmoción patria que produce el fútbol no la produce, ni de lejos, ningún otro acontecimiento. ¿Habrá que aclarar que él en sí mismo no es el culpable?
Sigamos, pero no olvidemos que, más allá y más acá de todo, es un juego prodigioso. Dante Panzeri acuñó una definición activa, incesante, que cada vez lo define mejor: “El fútbol es la dinámica de lo impensado”.
Si tomamos distancia, más allá de la fascinación del juego y del apasionamiento por el resultado, el fútbol (y el deporte en general) puede convertirse en una maquinaria al servicio de la propaganda, de la alienación, una anestesia devastadora. Las dictaduras militares a eso lo saben, y lo usaron a rajacincha. ¿Habrá que aclarar otra vez que él en sí mismo no es culpable de eso? Pasa como con la energía atómica: puede anidar las bombas de Hiroshima y Nagasaki, y puede servir para los láseres que prodigian la medicina.

El fútbol como posibilidad de justicia
Que el uso abusado y degenerado no nos haga olvidar ni minimizar sus virtudes primordiales. ¿Virtudes? ¿Como cuáles? Llegado el caso, en este mundo con desigualdades que abisman, la mejor posibilidad  de justicia poética –por más extendida–la suele proveer el fútbol. Ejemplo: cuando un equipo del llamado Tercer Mundo, procedente de un país atravesado de pobreza y calamidades, equipo paupérrimo acostumbrado a las derrotas internacionales, da vuelta un resultado y vence hasta con un gol agónico a un equipo estelar proveniente de una potencia mundial, adviene de pronto una situación de justicia que por ningún otro camino podría concretarse. En el mundial realizado en Sudáfrica en el 2010 hubo un partido en el que el arbitraje perjudicó claramente a la selección de los Estados Unidos. Una expresión reiterada entonces fue que se le había metido “la mano en el bolsillo” al equipo norteamericano. Es decir que el fútbol permitió algo inaudito, impensable, que alguien les metiera la mano en el bolsillo justamente a los imperialistas inventores de los genocidios preventivos.
La poética de la lógica desnucada. Otra virtud. Dicen que dijo Garlos Gardel: “En el fútbol, es más difícil de acertar que en las carreras (de caballos). Y en las carreras no se acierta nunca”. Esa imposibilidad de vaticinarlo, esa permanente desnucación de la lógica, hace del fútbol uno de los más cautivantes juguetes humanos.
El fútbol es una moneda. Es evidente que el resultadismo se presta para la burla del derrotado pero, por su condición deazarosa moneda, si hay una actividad humana en la que conviene respetar al otro, al diferente, es el fútbol. Porque el ganador de hoy puede ser el derrotado de mañana. O viceversa. Porque el héroe-dios de hoy puede ser un huyente villano mañana. O viceversa.
Esa cualidad de moneda, ese latente viceversa, está en su genoma. Es lo que nos hace decir que nada hay más parecido a la impredecibilidad, a la ingobernabilidad de la Vida, que el fútbol. Si algo tiene de apetitosa la Vida es que nunca sabemos qué nos puede deparar el próximo minuto. Como somos curiosos y dados a la esperanza, una y otra vez nos arrojamos al día de mañana. Con el fútbol, por el estilo: aunque sabemos que es un enorme negocio en el mundo entero, también sabemos que existe en él algo felizmente incontrolable. Su genoma sigue indescifrable. No hay quien pueda con el azar del fútbol. Y ese azar, vale reiterarlo, aparte de cautivante, permite actos de justicia que por ningún otro medio se concretarían, ni soñando.

Gol. La palabra perfecta
Hay palabras perfectas que no necesitan más que una sola sílaba, palabras que no necesitan adjetivos: luz, pan, dios, sol. Pues bien, el fútbol anida una de esas palabras perfectas: gol. Gol es visual, dictada por el organismo. Con su “o” tan redonda como el balón. Con esa “g” gutural, servida en bandeja para la garganta. (La garganta es la puerta de la casa del pecho; en esa casa está el famoso corazón.) Qué funcional esa palabra-sílaba con una “l” liberadora, “l” de libertad. ¿Con qué otra palabra se podría expresar, por ejemplo, la felicidad desgarradora que nos produjo el gol de Maradona a los ingleses? Gol. Oíd mortales el grito sagrado.
A propósito de felicidad, hay millones de definiciones sobre ella. John Berger da esta: “La felicidad llega cuando somos capaces de entregarnos por entero al momento que vivimos, cuando no hay diferencia entre ser y devenir”. Con el gol, ¿no nos pasa acaso?, nos entregamos de cuajo. Y el momento nos acoge, enteros. Ninguna diferencia entre ser y devenir.

Una enajenación necesaria
La vida es respiración, de punta a punta. Aire que nos entra y que nos sale. La contribución del fútbol al acto integral (no solo pulmonar) de respirar, en todos los sentidos habría que tenerla en cuenta a la hora de enjuiciarlo porque nos ajena, nos enajena. Aceptemos que es insano, atrofiante, vivir en perpetua fuga de nosotros mismos. Seguro que no es vida. Pero convengamos que también es harto tóxico permanecer encarcelados en el puro pensamiento. Tóxico incluso para el acto mismo de pensar. Salir de nuestra cueva cerebral, salir de nosotros, perder por un rato la noción, las ataduras de nuestra condición social, de nuestra edad, de nuestros hábitos culturales, es necesario, es imprescindible de vez en cuando. El fútbol, en la respiración de la vida, permite la parte de la exhalación; vaciarnos, salir de nuestro yo. Es ley de nuestros pulmones: mientras más profunda sea nuestra exhalación, más espacio para la entrada del aire nuevo habrá.
En otras palabras: que a la señalada enajenación del fútbol, hasta podríamos adjudicarle este costado positivo. Sin que esto deba tomarse como una apología de la enajenación.

¿Tripa, corazón o cerebro?
A la hora de juzgarlo, no vamos a negar que el fútbol muchas veces hace de la arbitrariedad un combustible. Pero no seamos excluyentes, y también arbitrarios, a la hora de juzgar esa arbitrariedad. No seamos fundamentalistas a la hora de querer demostrar el fundamentalismo que hay en la pasión futbolera. Para evitar esta conviene afrontemos una pregunta utilitaria en el mapa del vivir: ¿qué es lo prioritario: la tripa, el corazón o el cerebro?
Prioritario en todo caso es la armonía. Hay intelectuales fanatizados en la persecución del fanatismo futbolero. Pienso en Juan José Sebreli, alguien que, a partir de algunas verdades, cae en un fanatismo excluyente propio de un hincha enajenado. Descalifica de cuajo, con goce se vuelve sistemático en su crítica persecutoria; es esclavo de su tesis. Para empezar y para terminar, descalifica lo que desconoce: la esencia del juego mismo. Y en su ignorancia llega a colmos pueriles como cuando relativiza el talento de Maradona comparando la cantidad de goles que hizo Pelé, y otros. O como cuando dice que Maradona no inventó “la rabona”, que la inventó Borghi. Dicho sea: Borghi tenía un compañero, el Panza Videla. Muchos años antes, en otra generación, el padre del conocido Panza Videla de Argentinos Junior, al que también apodaban Panza, en Mendoza, jugando de zaguero hacía rabonas cruciales en su propia área cuando ni su hijo ni Borghi habían nacido. En realidad, señor Sebreli, “la rabona” fue inventada por Adán, cuando en el paraíso se puso a patear manzanas que habían caído por maduras.
Pero volviendo a la pregunta: ¿tripa, corazón o cerebro? El gol es un alarido que no aniquila al cerebro, es un resuello que lo oxigena. Y tampoco desmadra al corazón. Pero sin embargo lo que al parecer más se objeta, es el daño cerebral que produce la adicción al fútbol. Pregunta al pie: ¿Qué sería del imprescindible y tantas veces presuntuoso cerebro si no tuviese las interrupciones, las treguas del alarido gol? Terminaría por ahogarse en su propio hollín, por anudarse en una sola contractura. Se envenenaría el cerebro de sí mismo.
Está claro que en el suceso del vivir no todo puede ser tripa, ni todo puede ser corazón. Tampoco todo puede ser cranear. No lo perdamos de vista: el fútbol, aparte del goce estético, suele facilitar esa suerte de descontrol, de irracionalidad  que descomprime simulaciones y represiones del humano civilizado. (Que esto no se lea como una exaltación de la violencia.)
Entonces, respeto por la pasión. Compasión por la pasión.

El fútbol, y la Vida, y la Muerte
Solemos decir que nada hay más parecido a la Vida que el fútbol. Y agrego: nada hay más parecido a la muerte. ¿Qué es la muerte? Otra pregunta desmedida. Usando una expresión del otro gran Pablo chileno, el poeta de Rokha, la muerte es “nosotros, sin nosotros”. Eso es, también, el fútbol durante el orgasmo igualitario del gol: es nosotros, sin ataduras. Nosotros, sin simulación. Nosotros, sin posibilidad de cálculo alguno. Nosotros, de cuajo, afuera de nosotros. Nosotros, sin nosotros.

Orgasmo igualitario, cristianismo, marxismo
Se ha dicho y escrito hasta la extenuación que eso es el gol. Lo que vale la pena registrar es que ese orgasmo, extraordinario por su intensidad, es asimismo extraordinario por lo igualitario, puede sucederle en el mismo instante de la eternidad a un humano niño de 10 años, a un adolescente de 17, a un joven de 25, a un adulto de 40 o 50, a un maduro de 80, a un ancianito que rumbea para los 100. El fútbol permite el orgasmo atravesando todas las edades y géneros y niveles sociales y nacionalidades y razas y religiones.
Pero no es todo: como ningún otro suceso terrenal, permite concretar el ideal del cristianismo primordial (nada que ver con el bendito Vaticano) y del marxismo: Gol mediante, un desocupado, un pobre hambriento, un desclasado, pueden tener en el mismo instante de la eternidad, ese relámpago de felicidad siempre único, Y compartirlo con el multimillonario, con el intelectual, con el sabio.
Vale la pena reiterarlo: ningún otro suceso iguala tanto el vivir como el fútbol así en el gol conseguido como en el gol recibido. Ninguno, salvo la muerte, tan emparejadora ella. Pero, claro, con la muerte es demasiado tarde para ser iguales. ¿Qué gracia tiene por fin ser iguales si no nos enteramos?

Sobre el Pecado Original
Interrumpo para una digresión.
Soy del parecer que lo del Pecado Original son habladurías que por los siglos nos distrajeron de la verdad. No hubo tal pecado. En realidad lo que ocurrió es que Eva y Adán eran felices todo el tiempo. Felices a la mañana, felices a la siesta y a la tarde, felices a la noche. Para salir de ese estado plano y empalagoso empezaron a perderse el uno del otro, a alejarse por ahí sin aviso, para extrañarse. Pero los reencuentros duplicaban sus felicidades. Estaban atosigados. Estaban hartos. Estaban podridos de tanta felicidad. Necesitaban el resuello del sufrimiento. Al Supremo lo empezaron a mirar de reojo. Tenían que escapar de ese amasijo de mieles y buscaban un flor de pretexto para rajarse. Hasta que un día descubrieron que en el Paraíso de arriba la perfección era imperfecta: descubrieron que allí no existía el fútbol. Y sin despedirse del Supremo se rajaron por fin. Y adiós pues.
No hubo pecado original, no. Hubo que faltaba el fútbol. Nada menos.

El fútbol, espejo y herramienta
Vuelvo por donde iba. En resumidas cuentas, el fútbol es el espejo que mejor y más de cuajo nos espeja. Tamaña afirmación, ¿suena a desborde deslenguado, a exabrupto de atolondrado? Respondo, preguntando una vez más: ¿qué otro suceso humano permite espejar, como el fútbol, nuestros conductas y desconductas, nuestros sentimientos y resentimientos?
Dejando a un costado los goces y sufrimientos que puede depararnos el juego como tal, se puede afirmar que habría que considerarlo como una extraordinaria herramienta de conocimiento, y de autoconocimiento. Herramienta alumbradora como ninguna otra a la hora de preguntarnos por nuestra violencia visible y nuestra violencia subterránea. O de preguntarnos por nuestra capacidad de xenofobia. O de preguntarnos por nuestro racismo camuflado en buenos modales e hipocresía. O de preguntarnos por ese patrioterismo nuestro que confunde el exasperado amor propio con el saludable amor por lo propio. O de preguntarnos por nuestras supersticiones convertidas en religión y por nuestra religión convertida en superstición. O de preguntarnos por nuestro exitismo y nuestro derrotismo tan alimentado por los elefantes medios de des-comunicación.
Solemos enojarnos con el espejo. El espejo no tiene culpa alguna: nos devuelve lo que somos y que tantas veces no queremos ver y menos aceptar.

Esa mirada apenas condescendiente
Siendo, como evidentemente es –y vengo machacando–, una parte tan reveladora y gravitante de nuestros humores, de nuestros comportamientos, ¿cómo es posible que la literatura futbolística siga siendo mirada a menos, a lo sumo con la limosna de gestos de condescendiente simpatía?
Este cómo es posible incluye un inmediato ¿hasta cuándo la literatura futbolera va a ser considerada una vertiente de uso casero?
¿Hasta cuándo va a ser desmirada, desconsiderada, despreciada, sin siquiera tomarse el trabajo de poner para ese descrédito las palabras sobre la mesa?
Advertencia: no vaya a ocurrir que al ser o no ser de nuestra literatura argentina le amanezca un día en el que su índole pase justamente por el fiel del fútbol como tema, como ámbito, como complejo asunto desde y a través del cual pueda asomarse a la condición argentina de la condición humana.

Parecería que, impulsado por un entusiasmo desbocado, terminaré por estrellarme en la afirmación de que el fútbol es la medida de todas las cosas. No pienso que sea la medida de todas las cosas, pero se acerca bastante a ser un ojo de direcciones muy diversas, algo así, reitero, como un ilimitado aleph.

Si el fútbol no existiese
A propósito de los que le niegan consistencia como para convertirse en tema que devenga corriente literaria, o a los que lo señalan como ombligo de los peores males, reanudo un interrogante que traigo desde hace varios libros: si el bendito maldito fútbol no existiese, en este mundo nuestro, ¿el respeto por el diferente sería un hábito? ¿no sucederían guerras? ¿habría menos hambre? ¿no habría enfermedades endémicas?, ¿desaparecería el analfabetismo y la analfabetización?, ¿no habría genocidios preventivos?, en fin, ¿eso que denominamos condición humana estaría al menos un escaloncito más arriba?
El fútbol, en su afirmación o en su negación, no sólo es todo lo que es y todo lo que significa y todo lo que nos delata y desenmascara. Es, además, el gran precio que Dios (en el supuesto que exista) tuvo que pagar para ser escrito con mayúscula.

Otra digresión. El precio de ser Dios.
Invito a imaginarlo: Dios arrimando su ojo a una hendija de su colosal nube. ¿Qué hace? Está mirando para abajo. ¿Pero qué mira? Mira con fruición un partido de fútbol, debe ser un Boca - River. Ocurre que Dios acaba de ser arrancado de su siesta sacudido por un gol de Boca allá abajo, en la Tierra, sitio al que se mandaron a mudar aquellos dos desagradecidos, Adán y Eva.  Y ahora otro sacudón. Un gol más, gol de quién pregunta Dios. Gol de River, le avisa un ángel de su gabinete. Lo estamos viendo: pellizcado en su curiosidad ha caído en la tentación. Dios, sí, ahí, mirando por la hendija y mordiendo su impotencia, ahora se dice: Caraxus, este es el precio que tengo que pagar por ser Dios: perderme el azar del fútbol. Demasiado precio, diosmío.   

El fútbol, un prisma
Retomo. Juego inapresable y prodigioso, posibilidad única de justicia, orgasmo igualitario, moneda que a veces hasta cae de canto, el espejo que más diversamente y mejor nos espeja, en fin, herramienta de conocimiento que traduce nuestras conductas…  En ese sucesivo intento de definir al fútbol, más allá y más acá de su juego, hay un calificativo que he ido demorando y cargando, que lo tenía en la punta de la lengua, en la punta del concepto: el fútbol es un prisma, único, para vernos y revelarnos. Un prisma ordinario, porque está al alcance de todos los alfabetizados y, por eso mismo, extraordinario. Esa disponibilidad posiblemente sea la razón de que se lo ningunee, se lo desvalorice, a la hora de la ficción reveladora. Es un prisma, que por no hacerse rogar, por estar tan pero tan a mano, al alcance igualmente de los cultos y de los incultos, hace que los cultos o lo desechen, o lo miren de reojo, con un poquito de asco que no alcanzan a disimular: si es tan accesible el prisma –deducen– solo puede llevarnos a conceptos superficiales, atravesados por la banalidad. Una vez más, la sencillez carente de prestigio.
Observemos el modo en que se utiliza con total justificación “la nueva cultura del rock” como eficaz prisma para comprender los cambios modificadores de la sociedad occidental. Simultáneamente se escamotea (salvo que sea para denigrarlo) la utilización de la no tan nueva “cultura del fútbol” para esos fines. 
Omitir el prisma del fútbol, se puede, pero semejante omisión consuma un acto de miopía pueril, hasta de necedad intelectual, a la hora de rastrear comportamientos.

El fútbol y la hipocresía
Resumo. La pregunta nos cae por madura: ¿Se podría, se debería intentar una explicación de los fenómenos del siglo 20 y de la porción de siglo 21 omitiendo el prisma revelador del fútbol?
La cultura del fútbol nos muestra y demuestra, nos delata, nos respira y nos traduce y nos revela, nos espeja como ninguna otra actividad en el mundo. Y al espejarnos nos desnuda y al desnudarnos nos descareta.
Tan amado y tan odiado, el fútbol es el suceso humano en el que resulta más difícil sostener la hipocresía.
Por la potencia de este rasgo crucial, tan alumbrador de la perseguida condición humana a través de nuestra condición argentina, pregunto: la escritura de los asuntos del fútbol, ¿tiene o no tiene derecho a ser equiparada con cualquiera otra vertiente literaria?, ¿tiene o no tiene derecho a salir por fin de la subestimación del cabotaje?

ÍNDICE
Prólogo: El fútbol, ¿hasta cuándo una escritura de cabotaje?
Señor Labruna, perdone
Aceros empatados
Eutanasia, carajo
El día de los veinte penales (Carrizo y Gatti a cancha cerrada)
Ese lunes
Al Burrito hay que quererlo, y nada más
Una alegría demasiado triste
La mujer estrellada
Mitades de la condición argentina
El Carrizo bueno y el Carrizo bueno
Santa Madre gallina de referí hijodesumadre
Abuelo bestial y abuelo callado
Esos dos, desnudos
Había una vez el Imperio Romano (River con Boca. Por única vez.)

 

CONTRATAPA
Las antinomias, ¿pueden convivir sin dejar de serlo?
Estos cuentos sobre River “con” Boca acometen esa posibilidad imposible.
Las dos mitades de la condición argentina se aborrecen, y se necesitan

Estas ficciones pueden ser leídas por hinchas de River o de Boca, por quienes entiendan y amen el fútbol o por los que no lo entienden y lo aborrecen.
Ya es hora de que la literatura futbolera deje de ser considerada un género menor o de cabotaje. El fútbol es el espejo que mejor espeja a la condición humana, en este caso a la condición argentina. Los relatos de Braceli van mucho más allá del fútbol. Son historias tremendas y preciosas, encantadoras y trágicas, escritas con maestría y latido.
En estas páginas, el humor y el delirio funcionan como herramientas que alumbran nuestros complejos de inferioridad y de superioridad, nuestras supersticiones que mutan en religión o viceversas. La literatura a todo se atreve: hasta los hinchas de River y de Boca se necesitan, conviven. Aquí, la costumbre nacional de la antinomia estalla en pedazos.

   “Sobre el asunto del fútbol yo tenía, hasta la lectura de Rodolfo, una opinión que, ante mi perplejidad y asombro, ha comenzado a variar. Es que, quizás, el fútbol no es aquí más que un gran pretexto (absolutamente válido y digno), para meditar con hondura (¡y sobre todo con gracia!) sobre lo esencial de nuestra vida. Además, la excelente prosa de Braceli es un raro ejemplo de antisolemnidad y hondura.”
HÉCTOR TIZÓN

  “Braceli cuando escribe está brotado de creación. Inventa a partir del lenguaje y de las situaciones. Tiene reflexión y pensamiento propios y originales. Arrolla al lector (posee un extraordinario don de comunicación, emociona sin hacer gestiones para emocionar). Es un talento.”
ANTONIO DI BENEDETTO

OPINIONES
SERGIO MARELLI (poeta)
“Llegué a ‘Había una vez el Imperio Romano’. Es decir, ya llegué hasta el último bocado del manjar, hasta el último espasmo de este libro, ‘Querido enemigo’, que no termina en la página 241 sino que sigue vivito, coleando y echando humo en la memoria del lector. ¿Cómo uno puede sustraerse a ese clima que crea Rodolfo Braceli en cada relato y que hace subir toda la historia como una ola? ¿Cómo desprenderse de ese lenguaje envolvente que llena todo el aire con su transparencia y que cumple su obediencia profunda a los latidos más primordiales? Una obediencia que es siempre rebeldía. Libertad. Libertad. Libertad. Lo digo tres veces, como en el himno. Porque eso es este libro: un himno. Un himno a la fraternidad, al estúpidamente tan postergado encuentro humano, a la bella posibilidad de diálogo que nos venimos debiendo desde las Cuevas de Altamira hasta hoy y que estoy seguro seguirá estirándose como la cuerda de un suicida que no acaba de morir. Soy muy cruel como lector. Privilegio el libro al autor. Me sustraigo. Y cuando estoy ante la desnuda presencia del libro, solo me importa su piel, lo que lleva escrito en ella, lo que es capaz de transmitir, los límites que es capaz de ensanchar o romper con su poder de sugerencia, las profundidades y las distancias que es capaz de hacernos recorrer gracias a su capacidad de seducción. Cuando empecé a leer “Querido enemigo” sentí que entraba en una corriente que me llevaba lejos de mí mismo, entregado a un viento que me remontaba –y uno se pregunta, ¿cómo hago para estar así, subido a este viento, por qué no me rompo el alma y las vértebras contra el piso?: porque sin dejar que me dé cuenta me hizo abrir las alas que escondo bajo el pellejo. Braceli establece un tipo de contacto entrañable con el lector; a diferencia de tanto plumífero al uso no le teme a la ternura. La ternura es una presencia incontenible en sus relatos y todo lo avasalla, todo lo baña, todo lo abriga, todo lo lustra para que quede brillando como esas estrellas que vemos en ciertas noches y que nos hacen pensar que alguien estuvo lavando el cielo con agua y jabón. Todo lo que el libro abre en el lector desde el comienzo, es la humanidad más recóndita que llevamos dentro por el hecho de estar vivos y de pertenecer a esta bella y despiadada especie animal.

Y hay algo que no quiero que se me escape: el humor que recorre el libro del principio al fin. Gracias a ese humor no solo no nos olvidamos, sino que advertimos, el verdadero dramatismo de tantas historias, porque el humor es un potenciador de las cosas más profundas. El humor que no es comicidad sino aliento vital que sopla en el corazón profundo de las historias.

Hay tantas gotas de luz en el libro que uno queda ciego de gratitud.”