El hombre de harina
EDIUNC, Colección “Literaturas”, Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, 2015.

Prólogo

Umbral
AL OESTE DEL PARAÍSO, HACIA NUESTRAS CÉLULAS DE IDENTIDAD

Mundiales, ignotos y traspapelados
Como todos los escribientes de este mundo tengo palabras que amo y palabras que aborrezco. No vienen al caso las que amo; voy por un par de las que aborrezco, y ya las pongo en remojo para reflexionarlas: una es homenaje, la otra es nostalgia.

Mientras le damos tiempo al remojo de esas dos benditas palabras, me detengo en una consideración: este libro estaba latiéndome en voz baja por lo menos desde hace dos largas décadas con sus personajes desperdigados en notas, en crónicas, en conferencias, en reportajes, en cuentos. Hasta que de pronto en pleno verano de 2015 una propuesta de Juan López (poeta) para editar un libro en la editorial de la Universidad Nacional de Cuyo, en cuestión de minutos me alumbró el momento de hacer pie en aquello que me andaba merodeando. Hacer pie para que esos textos, reunidos alrededor de un concepto-eje, funcionaran como partes de un organismo y, a la vez, algunos de ellos superaran la escritura acotada y urgente del momento en el que surgieron. Por lo tanto, aun siendo aquellos son otros. Estos relatos, a veces crónicas a veces conversaciones, constituyen la treintena de personajes de este libro.

El hombre de harina siento que ha nacido, además, para avisarme que tengo que hacer otro libro con personajes de Mendoza, tantos son los que me quedaron pendientes.

Pero se puede saber, ¿por qué elegí unos y no otros? Porque así me brotaron, con la rotunda impronta de lo espontáneo.

Es natural que algunos lectores se pregunten y se extrañen por ciertas ausencias.

A ellos les respondo que lo mío no es, ni por asomo, un intento de relevamiento sistemático tratando de armar una especie de canon de mendocinos imprescindibles a la hora de evaluar la última mitad del siglo 20 y la porción de años del actual. Esto no es un ranking, ni un campeonato. No los elegí por mejores, ni intentando calificar comparativamente; los elegí a pulso; utilicé como requisito sólo la intensidad del impacto de esos personajes en mi vida. Son los que el sabio azar puso en mi camino de ser humano, de escritor, de periodista. Por eso el subtítulo de y otros relatos agradecidos.

Aun cuando esta antología de seres intensos surge desde un impacto personal en distintos momentos de mi vida, pronto reconozco que quedan afuera, y no por menos gravitantes, otros cuarenta, tal vez cincuenta seres intensos más.

Para un próximo libro. Nombro algunos, que espero poder reunir en un próximo libro: políticos como Benito Marianetti y Renato Della Santa, deportistas como el Negro Ernesto Contreras y Ramón Sacaba y Pascualito Pérez y Francisco Paco Bermúdez; mis abuelos y hermanos; periodistas como Edmundo Gringo Moretti y Miguel Oliva; personajes tan diversos como el “meteorólogo” Bernardo Razquin, la partera de medio Luján de Cuyo, la Pierina Brondo; el hacedor de más de treinta coros, Alfredo Dono; la gringa cocinera de la Marchigiana, María Teresa Corradini de Barbera; tipos de radio pionera como Luis López Castagnou; radioteatreros como Luis Francese (Amancay) y Carlitos Mendoza (El León de Francia); el profesor maestro Arturo Andrés Roig; el tremendo poeta Jorge Enrique Ramponi; el exquisito Fernando Lorenzo; el iconoclasta actor Aldo Braga; el teatrista Carlos Owens; el ex cura pensante Oscar Bracelis; el memorioso Juan Draghi Lucero; los grabadores, mundiales, Sergio Sergi y Víctor Delhez; el escultor Lorenzo Domínguez; el actor, tan desaparecido, Rubén Bravo… Suspendo esta enumeración en sabiendo que podría duplicarla en menos que un rato. El azar decidió que en este libro estén latiendo los nombres que están latiendo.

Esa dos palabras por mí aborrecidas. Voy a por ellas: homenaje y nostalgia. Homenaje: me crispa la palabra porque, antes y después me da en el centro: me repugnan los actos de homenaje. En general, por su vaciedad y oportunismo; además son aburridos hasta el desconsuelo.

Y aprovecho para decir, rápido, que, en consecuencia, este no es un libro que intente homenajear a ninguno de los personajes famosos, relativamente conocidos, olvidados o directamente ignotos que constituye, uno por uno, esta treintena de capítulos.

Lo digo en castellano: este libro no es ni quiere ser un libro de homenajes.

Lo digo en español: joder, que este puñetero libro no va de homenajes.

Lo digo en criollo nacional: al carajo con los homenajes, que este libro no la va con eso.

Aborrezco la palabra homenaje, a ver: ¿por qué? Además de lo expresado, porque los homenajes en su inmensa mayoría convalidan que los homenajeados han muerto y, si no han muerto, están decrépitos, enfermos sin retorno, hecho unos dolientes cachivaches, es decir, en excelentes condiciones para deponer la respiración. Observemos: cuando alguien empieza a ser homenajeado conviene que mire por el espejito retrovisor, por así decir, del auto de la Vida. Mirar quién viene atrás: no vaya ser que sea una señora muy pálida, con cara de Gioconda, sin semblante, enarbolando algo que, si no es una guadaña, es un guadañón.

Aborrezco los homenajes porque, en su gran mayoría, están movilizados, más que por la saludable y necesaria memoria, por la mala conciencia. Los reconocimientos tardíos suelen estar dictados por el mal aliento de esa mala conciencia y por el deseo de salvar apariencias. En general, a los homenajes no los carga el atareado diablo, los carga la necesidad de los que tratan de indemnizar la desconsideración y un olvido perpetrado en vida.

Entonces, desde mí, al carajo con el frecuente concepto de homenaje. Existe en nuestra fauna una caterva de inútiles, secos, inéditos, vírgenes de ocurrencias que, por ejemplo cuando llegan acontecimientos como las ferias del libro se preguntan despavoridos y este año ¡¿qué hacemos?! Y enseguida desembocan en la única ocurrencia posible que anida en una frase salvadora: ¡Un homenaje! ¡Hagámosle un homenaje a Fulano de Tal! Fulano de tal seguramente, o padece una enfermedad sin retorno o ya cagó fuego.

Por eso, desde este Umbral le advierto al lector, que no se embarque en esta lectura como quien asiste a una escalada, a una sucesión de homenajeados. Ahora bien, si estos textos no son homenajes, ¿qué caramba son? En todo caso son tributos. Agradecimientos. Comprobaciones de pulsos que no cesan.

Tributos, agradecimientos, pulsos, apelaciones a la justicia de la memoria. De algún modo, resurrecciones. Y esto sin la menor intención de ingresar al festival lagañoso de la nostalgia.

¿Por qué también esta aversión mía a la nostalgia?

Respondo con lo que alguna vez conversamos con la lúcida María Elena Walsh: una sociedad muy proclive a la nostalgia, es una sociedad derrotada, empantanada en la lágrima y en el moco irrestricto: una sociedad resignada a ser mocosa.

La resurrección como deber. Lo dicho: de ninguna manera, estos que vienen son homenajes. Porque no estoy dispuesto a hacerle el caldo gordo a la muerte. Porque soy del parecer que la muerte (y menos si es asesinato) no siempre se sale con la suya. Porque las mujeres y hombres que desfilan por estas páginas, aunque en su mayoría hayan muerto, no descansan en paz.

Si no descansan en paz, ¿en qué descansan? Descansan en intensidad. Sencillo: no están muertas, sucede que ahora respiran de otra manera.

Con esto, ¿estoy insinuando la posibilidad de resurrección? Más que insinuando, afirmando. Desde hace lejos no nos vienen pidiendo permiso para la muerte contra natura, para la violación de la vida y de la muerte, para la asesinación, entonces nos asiste el pleno derecho de no pedir permiso para resucitarnos. Pienso y siento que la resurrección, siendo la forma más extrema de la utopía, es un derecho. Y porque es un derecho, es un deber. Como la esperanza, el más arduo de los trabajos. Como la memoria, la manera más porfiada del optimismo.

Ahora bien, ser mendocino, ¿qué significa? Empiezo por lo más amplio. Suelo decir que ser argentino es algo que le puede pasar a cualquiera. Y ser mendocino, también. El azar dispuso que a nosotros nos pasara serlo. Tenemos buenas razones para sacar pecho, pero también tenemos buenas razones para indignarnos y avergonzarnos.

Así es: a nosotros nos está sucediendo esto de ser mendocinos. Porque aquí aprendimos a respirar y a gatear y a caminar, y a mentir y a decir la verdad, y a soñar y a besar hondo.

Pero convengamos: hay mendocinos y mendocinos. Reconozcamos que la siempre elogiada Mendoza (por ejemplo, desde Buenos Aires) también merece un ojo al piojo. A la patria idolatrada, Mendoza le ha proporcionado una manga, una banda de sinvergüenzas estelares, un abanico de destacados fascistas. Para insultarlos bastaría con pronunciarles el nombre y apellido. Están identificados: contribuyeron a la venta de las joyas de la abuela con la abuela incluida: des-hicieron lo que hizo el militar ciudadano San Martín, ese que amaba las bibliotecas porque las reconocía superiores a los ejércitos. Convirtieron a la Argentina en un agujero con forma de mapa; ni los mástiles quedaron (desgracia con suerte porque, ¿qué bandera íbamos a izar?)

Expresado a grandes trazos: Mendoza viene siendo pródiga en los hacedores del fuego que aniquila libros y personas y en los hacedores de los otros fuegos, los fuegos de la poesía, los fuegos que le dan semblante a ese pan que debiera ser de cada día y de cada noche, para todos, siempre.

Sin necesidad de escarbar mucho pronto se advierte que el ser mendocino sucede en una pulseada aguda, adentro de un tremendo contraste. Por un lado el conserva (dorismo y durismo) con sus callosos prejuicios, con su efectividad para borrar del mapa al diferente, con su galopante hipocresía. Por otro lado, la entusiasmada Mendoza hacedora que afrontó al mismísimo desierto hasta transformarlo en vergel, hasta ruborizarlo del verde conseguido. Por un lado, entonces, la prepotencia paquetona, almidonada y, por el otro, el fino zurcido de la incesante tonada con su pícara sensualidad.

Los unos y los otros, y el agua. En este libro están presentes los hacedores de vida; los otros, más allá de la inevitable referencia, no merecen ningún capítulo. El ser mendocino, del que estos personajes son células, células de identidad, emerge desde la poética de distintas vocaciones que vienen amasando el triunfo del hombre y la mujer sobre el imposible desierto: la conciencia de que cada árbol es la carne madera de una hazaña: la ecología como hábito. Al oeste del paraíso sucede Mendoza.

Y todo esto alumbrado por el prodigio del agua distribuida con la más perfecta de las democracias, desde el torrentoso deshielo de la encumbrada montaña hasta los canales y zanjones después, hasta el zurcido de las cordiales hijuelas y acequias finalmente.

En párrafo aparte hay que decirlo: ¿Existe algo más semejante al sistema circulatorio de los humanos que la distribución del agua?

Recordémoslo: la del agua es la más perfecta de las democracias.

Con un punto y aparte, esto merece aclaración: de inmediato se me cruza un ojo al piojo: cuando hablo de la democracia del agua, desde luego que me estoy refiriendo al instinto de la naturaleza, sabio distribuidor igualitario. Por eso acudo a la prodigiosa analogía con el sistema circulatorio de los humanos. No pierdo de vista que el sabio distribuidor igualitario instinto de la naturaleza, precisamente con el agua, es frecuentemente violado cuando interviene la obscena voracidad de los que poseen infinitamente más de lo que pueden consumir, de los que saquean al planeta por aire y mar y tierra y subsuelo y, arrojados a eso, están suicidando velozmente a la esfera terrenal. Parecería que me estoy refiriendo al sistema capitalista, al neoliberalismo, al conservadurismo. Y sí, a ellos me refiero. Considerando los prodigios del agua y los humanos prodigios del trabajo, no es casual que Mendoza haya acunado la prosa más que perfecta de Antonio Di Benedetto; la poesía del fanático de la esperanza, Tejada Gómez; la prodigiosa imprenta, admirada en medio mundo, de don GildoD’Accurzio; la ética de un político poeta, Benito Marianetti; el trote maratón, casi campeón olímpico, del negro Eusebio Guíñez; la desgarradora pintura de Carlos Alonso; el incesante pedaleo del Cóndor de los Andes, Ernesto Contreras; el fraseo-bolero de Daniel Villalobos; la sabia sabiduría de Luis Quesada; la épica ternura de Leonardo Favio; la palabra con manos a la obra del curita que eligió la intemperie de los desgajados, Jorge Contreras; el canto y el embarazo de La Negra mayor, Mercedes Sosa; la lucidez que no cesa de Quino; el fútbol insolente del inclasificable Víctor Legrotaglie; el boxeo del Intocable Locche, torero sin banderillas que impuso la alegre no violencia en el deporte y en el siglo de la destrucción.

Ser mendocino es todo eso, y tanto más. Sin embargo, pese a una insoslayable punta de fachos y sinvergüenzas estelares con trascendencia nacional, en toda la Argentina y más lejos también casi siempre nos miran con buena mirada. Por qué negarlo, estamos orgullosos de cómo nos miran. Y por eso, ya mismo caramba, vamos a descorchar una botella de vino oscuro: para alumbrarnos.

No hay caso, no puedo conmigo: otra vez escribo lo que escribo y otra vez siento lo que siento y otra vez, vino mediante, alumbro y me alumbro con esta treintena de personajes que, no me cansaré de decirlo, no descansan en paz, descansan en intensidad. No están muertos: andan por ahí, respirando de otra manera.

Al luminoso vino oscuro esto le consta. Al vino, la única patria que tiene mástiles para todas las banderas.

Rodolfo Braceli en Buenos Aires, en el enero del 2015

ÍNDICE
UMBRAL

AL OESTE DEL PARAÍSO, HACIA NUESTRAS CÉLULAS DE IDENTIDAD

Mundiales, ignotos y traspapelados

ANDRÉS BRACELI PASTOR
El hombre de harina

DAVID EISENCHLAS
El que fue salvado por la muerte

VÍCTOR LEGROTAGLIE
Un duende que jugaba a la pelota

LEONARDO FAVIO
La épica de la ternura

ALFONSO SOLA GONZÁLEZ
El niño que mira una mariposa y la sigue

LUIS QUESADA
El sueño de Vincent van Gogh, ahora

RICARDO TUDELA
Poesía infiltrada, sin mirar a quién

ÁNGEL BUSTELO
Carta en papel amarillo, para La Negra

EUSEBIO GUIÑEZ y ÁLAMO
Schakschakschakschak

BEGONIA NADIE
La que inmolaba sus libros

NICOLINO LOCCHE Torero, Gandhi, panadero, Chaplin, todo eso

LUIS GOROSITO HEREDIA
Curitapoeta, enamorado

FRANCISCO KAKO SARLI
Aquella película desaparecida

GILDO D’ACCURZIO
Madera santa para los clavos literarios

FRANCISCO GANDOLFO
Alguien en Mendoza se quedó con su oro

JORGE BONNARDEL
El hombre más bueno del mundo

JORGE CONTRERAS
La predicacción de un curita Jesusito

EL CANARIO
Hombre de la bolsa que lloraba desnudo

ARMANDO TEJADA GÓMEZ
Resurrección del fanático de la esperanza

HUMBERTO CRIMI
Filósofo boxeador, la cabeza al poder

LUIS POLITTI
Le salían ramitas en todo el cuerpo

MERCEDES SOSA
Una noticia de último momento

NÉSTOR WALBINO VEGA
Solo, muy solo, contra el tiempo

JOAQUÍN LAVADO TEJÓN
Quino nos salió por la culata, qué suerte

FABIÁN CALLE
Estado civil, periodista

VÍCTOR HUGO CÚNEO
Su cuerpo entero era un ojo abierto

EULALIO GONZÁLEZ
El escritor más feliz de la Tierra

DI BENEDETTO con PETRONI y LUCERO
La absurdidad encarnada. Y desagravio

JUANA ZARATEGUI
Una desatada madre de atar

PLEGARIA, VINO MEDIANTE
Suelta de brindis reflexivos

OPINIONES
SERGIO MARELLI (poeta)


“Rodolfo Braceli es alguien capaz de ver el hilo de la poesía en la trama de lo cotidiano; capaz de ver la magia en lo que para otros es anodino -porque miran la realidad con ojos anodinos-. ¿Por qué Rodolfo Braceli es capaz de leer la poesía en el interior de todas las cosas y todos los seres? La respuesta es sencilla: porque es un poeta. Alguien que siempre encuentra el oculto camino que nos lleva a la poesía. Decía Roberto Juarroz: ‘pensar en un hombre se parece a salvarlo’; en ‘El hombre de harina y otros relatos agradecidos’, lo que hace Rodolfo es salvar del olvido a un conjunto de mendocinos que merecen ser conocidos como personajes fascinantes imaginados por la mejor novelista que existe: la vida.

Quizá los recuerda para curarse de sus ausencias, o del mundo. Pero estoy seguro que Braceli hace memoria porque es un tipo tan generoso que no nos quiere dejar afuera de ese banquete de seres de profunda miga humana y sabia sencillez de pan, que le tocó en suerte conocer en su amada Mendoza.

Él no tiene apuro por llegar a nada, por eso nos cuenta morosamente, gozosamente, su relación con cada uno de estos mendocinos universales; algunos tocados por la celebridad, otros, anónimos, pero todos con esa fuerza que tienen los hombres profundos que se afirman sobre una intensidad interior que jamás podrían siquiera sospechar los frágiles figurones mediáticos que nos aturden día tras día.”

FABIÁN STOLOVITZKY (periodista)


“En éste, su libro más reciente, Rodolfo Braceli indaga sobre los profundos territorios humanos de diversos personajes –conocidos masivamente o no– nacidos en Mendoza o con una fuerte influencia forjada en la provincia natal del autor. Lejos de ser indulgente o demagógico con su lugar de origen, Braceli hunde los dedos en la masa, enciende el horno con tiempo y logra compartir con el lector ese manjar popular que recorre todos los sentidos, a veces crocante como la corteza, a veces suave como la caricia infinita de la ternura.

La cuidada edición que incluye una selección fotográfica y varios grabados del artista Sergio Sergi, propone encuentros tan mágicos como entrañables: Ricardo Tudela, contrabandista de poesía en discursos escritos para funcionarios; Eusebio Guiñez y Álamo, maratonista y canillita, que iba vendiendo diarios sin parar de trotar ni siquiera en sueños; Leonardo Favio, enfrentado con el miedo recurrente de ser humillado por la pobreza; David Eisenchlas, que imaginó un cementerio en el que constaran los años de saber amar; GildoD´Accurzio, un imprentero de ley que volvió a editar el primer libro de Braceli, prohibido y quemado por los fascistas de turno; el periodista Jorge Bonnardel, quien después de soportar los agobios más abominables de la represión, fue atropellado en el exilio al tratar de evitar un destacamento militar que le recordaba las peores pesadillas; Eulalio González, albañil y poeta, ayudado por los humildes vecinos para publicar sus libros; Víctor Hugo Cúneo, el poeta que atendía un quiosquito callejero, incendiado artera y reiteradamente para tratar de escarmentar a los libros “peligrosos” que vendía, hasta que él mismo decidió incendiarse como un libro peligroso más; Antonio Di Benedetto, quien conservaba la elegancia más pulida y las frases protocolares, inclusive cuando le solicitaba a Braceli que le enviara cianuro a la cárcel; Armando Tejada Gómez, el inmenso poeta resucitado para siempre; Luis Politti y sus cartas dolientes del exilio, aferrado como podía a las ramas de la vida porque le habían cortado las raíces de la peor manera; Quino y el brazalete de luto que marcó su infancia; un reportaje a cuatro rounds con el intocable NicolinoLocche (“como boxeador fue torero y como torero fue Gandhi”); o el relato intimista de Mercedes Sosa, tratando de exorcizar sus propios fantasmas.

Párrafo aparte merecen Andrés Braceli Pastor y Juana Zarategui (los co-autores del autor), derramando amor a cuatro manos, entre aprendizajes clandestinos, preguntas pendientes y las convicciones en alto hasta el final.

Si apenas nos distanciamos de la obra para percibirla con una perspectiva más amplia, tal vez éste libro podría descubrirse como una autobiografía, pero despojada de toda petulancia, porque los relatos nos hablan también (y en buena hora) del itinerario vital de un escritor inquieto, baqueano en los rincones del alma, que nunca esconde su curiosidad por los abismos. Y así como hay autores que suelen incorporar bastante levadura en su egoteca, sazonar ciertos lugares confortables, o amasar contactos y privilegios, también existe Rodolfo Braceli, el hombre que eleva su copa con luminoso vino oscuro y nos invita generosamente a recorrer la sutil maravilla de transformar la harina en pan.”