El error de tener frío
Historias escapadas del periodismo
GES Grupo Editorial Sur, Abril 2022
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Su contenido / Contratapa
A veces el periodismo balbucea, enmudece, se queda sin palabras. Entonces –Braceli lo confiesa– se escapa de la crónica, de la noticia, del reportaje y se entrega a lo que define como un levemovimiento de la crónicaquieta. Con esa ruptura de cuarta pared abre el relato hacia la ficción, a veces hacia la incontenible poesía. A esta singular alquimia la consigue sin cálculo reflexivo, le brota con la naturalidad de lo espontáneo. Así nos propone un apasionante subgénero.
No es todo: en el umbral y en el epílogo propone asuntos de futuros libros. Por ejemplo: esboza una teoría sobre la “ecología del cosmos”, analiza la Era del eufemismo y sostiene que el Nuevo Periodismo “es viejísimo, tiene milenios de edad”.
El salto del periodismo a la ficción, Braceli lo ejecuta sin red, a través de personajes famosos o ignotos. Así encuentra al papá de Robledo Puch; al escritor más feliz de la Tierra; a Perón y a Borges, dispuestos a tener un hijo; a un estaqueado de Malvinas; al espantapájaros de Oliverio Girondo; a Oreste Corbatta, el wing que duerme con su novia debajo de una tribuna; a Mercedes Sosa, condenada muerte; a la partera de Maradona; a don Borges, impostor de su ceguera.
Treinta personajes; treinta aventuras hacia la condición humana. Emoción, delirio, reflexión, humor y, merodeando, siempre la poesía. Braceli todo se lo permite; no da ni se da respiro.

Prefacio / Umbral / primera parte
Razones para traicionar al periodismo

Yo no sabía que ya había escrito este libro. Lo juro por las diosas y los dioses habidos y por haber.
Por empezar, de cuajo una confesión: aquí estaremos ante un renegado, ante un traidor al periodismo. Traidor explícito, fervoroso y ya sin redención posible. Tiene mi nombre y apellido, el traidor.

De cómo brotó este libro
No sabía que había escrito este libro, pero el libro latía agazapado; calladito, me esperaba con una paciencia extraña a mi carácter.
Sucedió esto: desde hace algunos años, tras la jodida jubilación que imponen los inexorables años de la edad, seguí haciendo periodismo escrito para muy diversos medios, pero desde mi casa. Esta modalidad tiene ventajas y desventajas: la ventaja, obvia, surge de la comodidad de teclear en casa; la desventaja es que uno se pierde el látigo estimulante de los cierres de página; se extraña la adrenalina, el vértigo, la alcahuetería y el emocionante aire contaminado de cigarrillos clandestinos de las redacciones. Con el periodismo hecho en casa uno tiene la ocurrencia de la nota, la propone y, si se la acepta, la escribe y la envía con la casi instantaneidad del correo electrónico. Por lo general, los eventuales editores acusan recibo de nuestras notas con un laconismo comprensible: los cierres de página los tienen siempre agarrados de las pestañas; carecen de tiempo y de sosiego para ser amables; el acuse de recibo se reduce a un recibí ok. A lo sumo le añaden un veloz beso o un abrazo. Hacia la segunda década del siglo la parquedad del saludo vía mail hace que las seis letras de abrazo se reduzcan a tres: abz. No pienso negarlo: esa síntesis en el acuse de recibo me resulta desoladora, siempre. Uno –tenaz desguarnecido–, mal aconsejado por su empecinado eguito, siempre aguarda un par de líneas especiales; necesita saber hasta qué punto la nota enviada merece alguna valoración especial del eventual editor o editora.
¿Acaso estoy demandando afecto y atención personalizada? Sí, eso estoy demandando. Ya que estamos, revelo algo más: siento –hasta en el cuerpo– que al economizar letras el abz apenas si es un amago, un atisbo, un abrazo chiquito, escuálido, fraterno pero paupérrimo. Pero bue’, así vienen siendo las cosas en este mundo en imparable extinción.

Sin embargo la vida, obstinada, continuamente continúa… Joder, me estoy alejando de lo que trato de contar. Voy a un hecho puntual: a mediados del año 2018 se realizó en Buenos Aires el estreno de El Ángel, película dirigida –en una versión muy libre– por Luis Ortega. Durante algunas semanas Robledo Puch, el protagonista de la historia, una vez más se convirtió en tema nacional. Resulta que en el año 1972 yo había hecho el seguimiento del caso del espeluznante asesino serial, para la revista Gente. Todos los medios, las primeras planas de los diarios, las tapas de las revistas, aludían al “ángel exterminador”, al “superasesino”. Pasados los días, las propuestas periodísticas originales para encarar el “fenómeno Robledo Puch” empezaron a agotarse. No obstante, el tema seguía muy encendido; atravesaba todas las edades y los niveles de nuestra sociedad. En el afán de conseguir, como de costumbre, la mentada nota diferente, en la revista propuse hacer una entrevista al papá de aquel adolescente matador serial. En el 2018 –46 años después, con motivo del estreno de la película– mi memoria me aconsejó revisar mi archivo personal. Escarbando en procura de aquella nota diferente, me encontré con un artículo mío que, pasadas las décadas, desembocó en un epílogo que se escapó de lo que consideramos, de modo formal y conceptual, periodismo. Me salió un texto que empezó en la crónica emocionalmente despojada y terminó en un paso de leve ficción. Entre la crónica y la ficción, se me coló una especie de reflexión implícita sobre los límites del periodismo: “¿Hasta dónde uno, periodista, puede avanzar sobre la vida de las personas? ¿Dónde termina la primicia y dónde empieza a tallar la ética del periodista y el resguardo piadoso del personaje elegido?”. A partir de aquel material guardado elaboré una nota que, supuse, podría interesar como contratapa del diario Página 12. Se la envié a la editora Nora Veiras. Acusó recibo con la lógica economía de palabras. Pero resulta que al rato me llegó un segundo correo suyo, inesperado: se descolgó con una valoración de mi artículo. Nora me escribió esto: “Gracias Rodolfo. Es estremecedor tu texto”.Seis palabras.
No voy a negarlo: a ese “estremecedor” me lo creí con todas sus sílabas. Y me entusiasmé con el candor de un principiante. Cuando conseguí sobreponerme al inesperado entusiasmo caí en la cuenta de que, a lo largo de mis más de cinco décadas de profesión, yo había brotado una punta de textos que traicionaban lo que rigorosamente entendemos por periodismo; esos textos –como el referido al papá de Robledo Puch– desobedecían los mandatos esenciales de las academias y de los manuales de estilo. Por empezar, porque no cumplían con el debido distanciamiento y, lo que es más grave, porque con cierta frecuencia se dejaban untar por el sospechoso vientito de lo emotivo y hasta de la sagrada poesía.
De todas maneras, esas varias docenas de textos indebidos ya estaban consumados; lejos de arrepentirme de sus flagrantes infracciones a las coordenadas naturalizadas del género periodístico, fui por el rescate. Decidí recuperar varios de esos escritos de género incierto. Y así fue como nació y se me fue haciendo este libro que yo ya había escrito sin propósito de ser libro, con la alevosía de un irresponsable, haciendo uso y abuso de los teclados de las más diversas y barulleras redacciones.
(A la vista está: las consecuencias de un elogio suelen ser irreparables).

Viene al caso una aclaración: unas pocas de estas historias fugadas del periodismo aparecieron hace años en otros libros míos, convocadas por otros contextos, en Escritores descalzos, en Perfume de gol, en El hombre de harina. No considero reiterativo que algunas se publiquen otra vez. Al cambiar de contexto el sentido de esos relatos se renueva, se inaugura a sí mismo. Y más habiendo una pandemia ecuménica de por medio. Tras la convivencia con el porfiado virus, ya no somos iguales al escribir y mucho menos al leer. Por otra parte, en todos los casos, las de este libro son versiones desarrolladas y en algunos aspectos, ahondadas.


De cómo traicionar el oficio
Necesito repetirlo, sin disimulo ni remordimiento: los textos aquí tejidos se mandaron a mudar del territorio del periodismo. En todos los casos, en su primera instancia cada texto asomó dentro del vasto territorio de diarios y revistas, pero, una y otra vez, el alcance y la intensidad del relato en una primera instancia me resultaron anémicos, desteñidos, sin los pulsos debidos para lo que la noticia merecía y yo necesitaba comunicar. Y entonces sucedió que, empujado por la desesperación de comunicar más hondo, me solté del arnés y me desgajé de la órbita. Con regocijo –innegable–, me dejé llevar por un impulso adolescente que se tradujo en una vuelta de tuerca del suceso y de la noticia y del personaje que estaba narrando. No, no pienso negarlo: de algún modo manipulé: lo verdadero me resultó opaco, poco, y preferí apuntar hacia lo verosímil; en todos los casos me dejé expresar con una intervención mínima de la voluntad que solemos invertir para lo (pre)meditado. Y así resultó que, lo que nació como una noticia o un reportaje o una crónica o una necrológica o una columna de opinión se resbaló, se me escapó, por así decir, de las coordenadas normales y, con el soplo de la ficción mediante, se reconvirtió en otra cosa, en un material de periodismo traicionado, sospechosamente ¿literario?
Sabrán disculpar tanta impertinencia: sin querer, en ocasiones siento que me deslicé y hasta rocé la sagrada piel de la poesía. Y si esto pasó, no fue por asumir yo cierto lenguaje poético (o poeticudo) sino por dejarme llevar por la actitud, por el riesgo que supone la acción poética. Esto, a partir de considerar que la poesía siempre brota como consecuencia del acto de arrojarse al vacío. No tiene gracia arrojarse al vacío si se lo hace con red y con arnés. Si es módico, el abismo deja de ser abismo.

La poesía no avisa
Pregunta que cae por madura: ¿Qué tendrá que ver, qué tiene que hacer la poesía, por ejemplo, en una crónica, o en una entrevista periodística? La poesía siempre late subcutánea, está escondida en la médula del corazón de cada noticia; en las respuestas de todo entrevistado hay relámpagos contenidos en hebras de poesía insospechada. Y esto sucede aun cuando el eventual personaje no haya escrito ni leído un solo poema en su vida. Sucede, aunque su lenguaje y su cantidad de vocabulario sea pobrísimo. Si uno le pone oreja al decir de personajes chatos de toda chatura, de pronto puede cazar hebras que, fuera del ámbito de la conversación, entretejidas, consiguen transfigurarse en una suerte de poema salvaje. De algún modo, irracional. Pero tenemos que estar a disposición del milagro para que el milagro ocurra. No, no hay personaje sobre la Tierra que no tenga y contenga esas hebras insospechadas con ¡de pronto! el pulso de poesía.
Por dar apenas un ejemplo. Rosa Schönfeld Bru es la madre de Miguel Bru, estudiante de periodismo, el primer desaparecido en democracia. Más allá de las condenas de la Justicia, Rosa busca busca sigue buscando a su hijo. Desde el año 1993. Ya en 2020 por ahí nos dice “me conformo con un huesito”. Y continúa narrando su vía crucis. En su momento le pregunté si alguna vez bajó los brazos, si cayó en el desaliento. Sin darse un resuello contestó: “A veces siento impotencia, pero a mí la impotencia me da fuerzas”.
La eterna pregunta reaparece: ¿Qué es poesía? Poesía es este relámpago encarnado por madre Rosa. Relámpago o latigazo. De todas maneras, poesía.

Periodismo indebido
Puesto a definirlos, nada me cuesta reconocer que los que reúno en este libro de algún modo son textos ejemplares. Dicho de otra forma: he conseguido plasmar una serie de ejemplos de periodismo indebido. O, si se prefiere, de periodismo degenerado. Los personajes y situaciones y noticias una y otra vez se me desprenden de las coordenadas de eso que entendemos como noticia, información y/o análisis periodístico, o como investigación.
No voy a negarlo: soy del parecer que el registro algo novelizado, que la crónica ficcionada, suele resultar más verdadero, y hasta más fiel que el registro calcado de lo que nombramos la realidad expresada a través de la textualidad. Por caso: el texto literal de una desgrabación de entrevista difícilmente alcance a expresar la gestualidad, el ánimo, la calidad ética, la “sinceridad”, la subterránea intencionalidad de las declaraciones. A su vez, el texto virado a la ficción, con su embuste implícito puede llegar a ser más verdadero, más fiel en su médula que un texto sometido a la apariencia del rigor textual. La textualidad, la máscara de la tan cacareada objetividad, además de ocultadora, suele ser engañosa y hasta hipócrita.
Cuando informamos, cuando contamos, cuando opinamos, lo menos que podemos hacer es tratar de ponernos a la altura del suceso y de los protagonistas. Es en ese intento, precisamente, cuando tomamos riesgos para poder trasmitir más hondo; cuando soltamos, cuando liberamos el relato para que intervenga, llegado el caso, el factor emocional. Esto aun a sabiendas de que lo emotivo suele ser señalado, sospechado y, con frecuencia, menospreciado. Desde ya, admito que lo emotivo abre posibilidades, pero sobre todo genera riesgos. Con ese giro de tuerca, el de lo emotivo, también podemos embarrarla. Porque de la lágrima a la lagaña y de esta al moco hay menos que un paso.
No estaría de más recordarnos, como periodistas escritores (o viceversa), que entre nuestras obligaciones se imponga la de estar despabilados, alertas, para no confundir ruido con sonido, ni maquillaje con semblante. La secuencia lágrima→ lagaña→ moco siempre nos acecha; suele ser irrefrenable. Y entonces, irreparable. El desafío permanente consiste en desatar esa noticia inaudita que tantas veces es neutralizada con la excusa del tratamiento objetivo. Excusa o coartada.
Viene al caso recordar que no ver más acá de nuestras narices no nos garantiza ver más allá. Ese no ver suele ser consecuencia de nuestra distracción. Cuando estamos distraídos, periodísticamente hablando, estamos a merced de algo más grave que la censura. Es decir: somos tan inocuos que no hace falta que nos mutilen los textos ni nos tapen la boca.

Buenos Aires, 27 de noviembre de 2020



Capítulo de inicial
Ser el padre de Robledo Puch
Corazón que estruja la garganta

El día que conocí al padre de Robledo Puch traicioné mi oficio de periodista. Estando hoy en el año 2018, eso me sucedió hace 46 años. Necesito confesarlo de una vez. Inevitable la autorreferencia.
Eyectado de mi Mendoza natal, caí en la revista Gente: éxito y exitismo, apogeo de la frivolidad, con injertos de notas “comprometidas con la cruda realidad”, en fin, una jalea que promediaba los 400 mil ejemplares de tiraje, equivalente a dos millones de lectores fluctuantes. Cuando el “caso Robledo Puch” estalló, pronto se convirtió en el “fenómeno Robledo Puch” para todo el arco iris del periodismo argentino. El rostro del muchachito serial, con frecuencia reemplazaba en las tapas de Gente a los inquietantes organismos de mujeres desabrigadas. Por entonces, nuestra sociedad ¿dónde estaba parada? Alcanza con decir que faltaban cuatro años para que, a partir de aquel 1976, el periodismo de esta patria idolatrada asumiera –en general, complaciente y cómplice– el limbo del infierno: violaciones de vidas y violaciones de muertes; torturas de Estado, afano de criaturas desde la placenta. Y Susana Giménez ya era Su. Y don Borges cada día escribía mejor y con picardía nos preguntaba: “Este muchacho Sábato ¿sigue sufriendo tanto?”.

El “fenómeno Robledo” produjo mucho más que horror, fascinación. Los medios periodísticos se herniaban buscando nuevos ángulos para abordar con pretendida originalidad el enigma de ese jovencito atroz: revoleábamos –excitados, impunes– las sesudas interpretaciones de psicólogos, de grafólogos, de astrólogos, de asistentes sociales, de sociólogos, hasta de filósofos de cabotaje. Ganado por el afán de originalidad yo también propuse una entrevista “exclusiva y a fondo” al padre de Robledo. “Metele. Ya mismo estás saliendo”, me dijo el jefe de Redacción. Con el fotógrafo Gianni Mestichelli teníamos auto con chofer disponible día y noche, más viáticos especiales, como si estuviéramos de viaje en el exterior. Entusiasmado por la “nota diferente”, salí en busca del padre del precoz asesino numeroso. Que Dios me perdone (si es que Dios existe).
¿Qué fue lo que me sembró para desembocar en esa entrevista?
Recordemos: Carlos Robledo Puch, con apenas 20 años, estaba en un podio espeluznante por los 11 humanos que desgajó en 9 meses. Era el año 1972 después de Cristo; desde entonces, su cárcel a perpetuidad.
Por empezar, asistí a varias reconstrucciones de sus asesinatos. Debo confesarlo: nunca pude sustraerme del magnetismo de aquel adolescente altivo: notable su economía gestual, su andar relajado; en su semblante, ni un rastro de pesadumbre. Se movía como un eficaz actor que eventualmente encarna a un asesino. En todo momento miraba a su entorno con desganado desprecio: miraba en diagonal, sin tomarse la molestia de girar el cuello. Estaba el pibe como dentro de una película, y cautivaba con su gélido cinismo. Innegable su carisma, tenía destino de afiche. En las reconstrucciones, cuando se le daba la ocasión, alardeaba de sus dotes de felino. Subido a un techo con claraboya a cinco metros de altura, para el descenso los custodios pidieron escalera. Él desafió: “No quiero escalera. Gato salta, y salta así, esposado”. Hubo que frenarlo.
Al principio se lo nombraba “Chacal”; después, “Ángel Negro”. Era el tema nacional excluyente; revisando décadas, superaba por lejos todo lo recordable en la agenda policial. Así acontecía: fascinaba y la fascinación atravesaba todos los niveles de nuestra sociedad. Recuerdo un episodio por demás elocuente protagonizado por el juez Víctor Sasson. Él asumió el caso en la primera etapa. A propósito de Robledo Puch, un día sábado me invitó a su casa; instalados en el living comedor, primero acercó una enorme caja; allí guardaba varios cientos de fotos de Robledo tras su detención. Me comentó algo muy sugestivo: “Lo desafío a que encuentre una sola foto con el pibe sonriendo o triste”. Me demoré observando, las sucesivas fotos le dieron la razón. Cuando terminaron las fotos el juez Sasson trajo un proyector y desde la mesa del comedor empezó a proyectar sobre una pantalla improvisada registros en 16 milímetros: esas secuencias mostraban al precoz asesino reconstruyendo sus “hazañas”, siempre inmutable, siempre atrevidamente neutro. Recuerdo con nitidez un pasaje: ahí viene Robledo Puch caminando, esposado; desde la vereda de enfrente decenas de curiosos lo insultan; él, indiferente, sordo a todo.
A esto que viene quería llegar: en la tarde de aquel sábado, sin saludar, se sumó como espectador un hijo del juez; tendría unos diez años el mocoso. Al rato, en una pausa de la proyección, el doctor Sasson me dijo al oído: “Póngale diez años más. No me lo va negar: mi pibe es el retrato de Robledo Puch”.

Tiempo después una asistenta social, con el entusiasmo de quien vive su ratito de fama, entre otras cosas me compartió este diálogo que tuvo con el muchacho que algunos medios empezaban a nombrar como “El Ángel endemoniado”:

–¿Te das cuenta, Carlos? Todos te ven como un asesino.
–Eso dicen.
–Pero contame: ¿te duele haber hecho lo que hiciste?
–No me duele nada.
–Carlos, ¿podés dormir?... En las noches, seguramente sentirás remordimiento, culpa.
–¿Qué culpa tengo yo de haber nacido asesino?... Mejor vaya y pregúnteles a mi mamá y a mi papá.
–Decime, ¿qué sentís por tu mamá y por tu papá?
–Mi papá es un hombre bueno.
–¿Y tu mamá?
–Mi papá es un hombre bueno, le dije.
–Carlos, me decís que no sentís culpa. Sabrás que nadie nace asesino o nace santo. Para eso tenemos la voluntad, y podemos elegir.
–Bueno, yo no tengo voluntad. ¿Qué culpa tengo yo de no tener voluntad?

Este es justamente el diálogo que me empujó a conocer al papá de Robledo Puch. Empecé por interrogar a sus compañeros de trabajo y a algunos vecinos. Todos coincidían: era un hombre manso, bondadoso, muy próximo a lo que se considera “ejemplar”. Las simpatías no eran tantas con la madre.

En el mediodía de un domingo fui a buscarlo por primera vez a una casa de la calle Acacias, en Villa Adelina, provincia de Buenos Aires. Me atendió la abuela. Me dijo que el padre de Robledo estaba en Corrientes, “en un viaje de trabajo. Catorce días”. Le creí a ese rotundo “catorce días”. A las dos semanas volví, insistí con el timbre; esta vez no salió nadie, pero se notaban movimientos humanos en el interior del modesto chalecito. Me fui, volví a media tarde.
Timbre, y nada.
Ya poseído por la impiadosa pérdida de conciencia que genera la sed por la “nota exclusiva”, volví al otro día; sí o sí, yo debía conseguir a ese padre. A esta altura ya lo estaba buscando desde la obsesión, mientras anidaba un interrogante: ¿Cómo un hombre puede soportar el dolor de que su hijo haya matado, fríamente, una por una, a once personas indefensas?
Seguí pulsando el timbre de la casa señalada, a cualquier hora. A veces se asomaba la abuela, mujer de monosílabos terminantes… Los días pasaban, y la vida... Hasta que un lunes, alrededor de las 8 de la mañana, se abrió la puerta de la casa señalada justo cuando yo me aprestaba a timbrear. Salió un hombre. No podía no ser el padre de Robledo Puch. Salía como para ir a su trabajo. No tenía modo de no verme. Vi a una persona de traje, recién afeitada, tristísima; tristísima e indefensa. Nada hizo para eludirme, nada. Su mirada resbaló sobre mí. En esa mirada no encontré fastidio ni sorpresa, solo desolación. El hombre estaba como desplomado dentro de sí mismo… Le dije “buen día”. No me contestó. Mudos, ahí estábamos él y yo, mirándonos. Una eternidad, hasta que lo nombré por su apellido. En voz baja, con levedad me dijo: “Olvide mi nombre: estoy en este mundo pero ya no existo…”. Seguimos ahí, quietos. De pronto, neutro, el padre de Robledo Puch pronunció la palabra “gracias”. Y empezó a alejarse por la vereda. Unos veinte metros y se detuvo en seco. Pero no se dio vuelta. Unos segundos más, y siguió caminando, despacio. Casi al llegar a la esquina se subió a su auto. Lo puso en marcha y partió, lentamente. El fotógrafo estaba cerca, algo intuyó: “¿Y el tipo ese?”. “Un vecino”, le dije.
Todo lo que pude hacer por este hombre fue no escribir jamás su nombre en una nota periodística. Para no avivar la desenfrenada curiosidad de aquellos días… De aquella ráfaga me quedó la imagen de su nuca flaca. En plena vereda, tan desguarnecido, ese hombre se desgarraba como se desgarran las madres, al parir. Pero su parto de padre-madre era solo de dolor, sin gloria, sin redención. De dolor irreparable, para siempre.

(Al volver a la Redacción, mentí: “El padre del Robledo se fue a Corrientes, por un par de años”).

Posdata
En la noche del día de mi traición al periodismo me permití imaginar, y en ese trance escuché a ese padre: ¿gemía? ¿rezaba?

–Hijo, sigue saliendo tu foto en los diarios… ay, dicen cosas espantosas… Quiero que lo sepas: ahora yo también te estoy pariendo…
En la noche, ¿ya nunca más podré asomarme a tu cama?... ¿Cómo haré para saber si estás respirando?
Estás solo, como nadie en la tierra.
Estoy solo, como nadie en la tierra.
En cada una de las noches de esta vida que nos queda, estaremos solos, hijito.


Otra muestra, capítulo del libro
Los condenados andan diciendo
Apogeo de la desolación

El reciente pasado siglo XX se coronó con la comprobación no de tres sino de 4 (cuatro) clases sociales: los ricos, los clasemedia, los pobres y los desgajados. Algo es común a todas las clases: el miedo. Los ricos, el miedo a ser invadidos por las hordas hambrientas; los clasemedia, el miedo al incierto día de mañana; los pobres, el miedo al saqueo entre pobres, y los desgajados, el miedo al irreparable hipo del hambre. Así viene siendo, estamos todos a merced del miedo que a su vez alimenta a la paranoia; lo dicho: paranoia que se ha convertido en ideología. De derecha, claro. De las cuatro clases sociales, tres están cagadas. La cuarta, la de los desgajados, no puede participar de la común deposición porque, para cagar o cagarse, algo hay que tener en las tripas.
Llegó un momento en que hacer crónicas sobre los desgajados me resultó insuficiente; sentía que una y otra vez me quedaba a mitad de camino. El periodismo me resultaba escaso. Mis esfuerzos, estériles, desteñidos, intentaba expresar con hondura, pero no pasaba de lo pandito. No me resigné. Ahí fue que me rajé del oficio “más lindo del mundo” y derivé en el siguiente diálogo ficcionado. Entre un hombre y su compañera. O viceversa.

–Qué lejos aquello… Pensar que hubo un tiempo que hasta podíamos ser pobres...
–No empecemos, mujer.
–Al menos pobres. Ahora ni eso.
–No sigas.
–Éramos algo en este mundo. ¿Recuerdas? Si salía el sol, hacíamos sombra. Ahora sombra no hacemos, ni con sol.
–Mujer mía, estamos respirando, seamos agradecidos del aire.
–Te pregunté si te acuerdas de cuando éramos pobres.
–¿Para qué hacernos dolor con eso?
–¿Te acuerdas o no te acuerdas?
–Qué sé yo… No sé si me acuerdo.
–¿Te acuerdas o no te acuerdas?
–Calla, por Dios.
–¿Por quién dijiste?
–Por nada, por nadie dije.
–Vamos, respóndeme: ¿te acuerdas cuando mal que mal comíamos una vez al día tres o cuatro días a la semana?
–Eso ya pasó. Lo dijiste: hace lejos de aquello. Eso ya no volverá.
–Te has rendido, te has dado por vencido: te ha ganado la derrota.
–Derrotados nacimos. Y para siempre. Los años sin trabajo son tantos como los que tiene nuestro hijito mayor... ¿ese hijo está todavía?… dime qué edad tiene.
–... trece años, o veinte, no sé... Perdí la cuenta de los años y de los días y de los meses... ay, ¿en qué mes estamos?
–Debemos estar en junio o en julio.
–¿Cómo lo sabes?
–Porque duele más: el frío ahora tiene uñas, tiene dientes… se parece al hambre.
–Haz por acordarte cuando todavía podíamos ser pobres…
–Ya basta con eso. Natividad, aquí todo ya fue... Aquí no hay ladrones ni a quién robarle.
–Aquí, cuando nos llegue la muerte, ¿quién hará el hoyo para guardar nuestro corazón seco?
–¿Y dónde encontraremos los trozos de madera para armar la cruz?

((
–Pero no seamos desagradecidos, nosotros al menos podemos contar todas las estrellas.
–¿Dijiste? Todas, imposible. Desvarías.
–Todas. Espera a esta noche y fíjate: le quedan ahora tan pocas estrellas a nuestro cielo, que un mero minuto alcanza para contarlas, a todas... No llegan ni a diez las estrellas. Sobran los dedos de las manos para…
–Manos… dedos… ¿qué es eso?…
))


ÍNDICE
Prefacio – Umbral / Razones para traicionar al periodismo 
Ser el padre de Robledo Puch / Corazón que estruja la garganta
Juana Zarategui / Madre de atar, desatada
Oliverio Girondo / El delirio al Poder
Malvinas, el estaqueado / Bajo la Cruz del Sur, una Cruz en el Sur
Serafino / Secretos de un pibe dawn
Abelardo Castillo /El incorregible ladrón de libros
Zulema, la esposa emputecida / Lo que se dice, uncrimen perfecto
Federico García Lorca / A la caza de aquel traficante…
De pronto Danubia / Promesa para que el Día del gol suceda
José Luis Cabezas viene a nacerse / El novio de la memoria
El secreto evidente de don Borges / Su amada ceguera
Cejaizquierda / El niño que donó su pobreza entera
Nicanor Parra / Apenas si llegó a sus 103 años
Valentín Céspedes / La fe en la esperanza / Hachero somete al Hediondo
El ciego Alejandro / Estafa radial, oxímoron moral
Los condenados andan diciendo / Apogeo de la desolación
José María Firpo / ¡Qué porquería es el glóbulo!
Alí Ismael Abbas / Con la vida por delante
Mercedes Sosa / Biografía desatada. La Negra, condenada a muerte
La inocente, llegando la noche / Redención de la basura
Borges y Perón. O viceversa / Mitades de esta patria, gestan un hijo a dúo 
Eulalio González / El escritor más feliz de la Tierra
Sólo un sánguche solo / Él y ella y dos hijos, en situación de calle
Oreste Osmar Corbatta / La novia del wing que había una vez
Antonio Di Benedetto / Su madre era él. Él era su madre. Madre murió ayer 
Norah Borges / Perdonen, Borges era hermano de ella
John Berger / Aquella vez, cuando el escritor lloró
La partera de Maradona / Instrucciones para un embarazo mundial
La Era del Eufemismo / Ay, la sed la sed…
Andrés Braceli Pastor / Hombre de harina. Un reportaje que dejé para nunca 
El error de tener frío / El ladroncito debido
Posfacio – El muuuy viejo Nuevo Periodismo / La Era del Eufemismo