Don San Martín, ¿a usted qué le parece? (Conversación-ensayo, trans-textual)
(Incluye Entrevista con Alicia Moreau de Justo)
Editorial Galerna, Buenos Aires, 1992.
(Ver Audiovideoteca y Opiniones)
Segunda edición, “Don San Martín, vengasé, conversemos”, Ediciones Culturales de Mendoza, Secretaría de Cultura, 2017.

Del prólogo, fragmentos.
Por qué San Martín. Por qué Alicia Moreau.

Nuestros mentados próceres mueren dos veces: cuando mueren y cuando los inmovilizamos en un monumento. Con esta segunda muerte los condenamos a la perfección, es decir, a la inexistencia.
Realmente, ¿que son para nosotros los próceres? Son abstracciones intocables, siluetas gélidas, eufemismos congelados, descorazonados mojones.
La conexión que tenemos con ellos es penosa: por muy sectaria o por muy solemne. Crecemos (lo de crecer es un decir, apenas si cumplimos años) idolatrando o aborreciendo bronces, mármoles y apellidos. Crecemos desgajados de nuestro pasado, incomunicados con nuestra historia. Lo que elegimos para celebrar a los ilustres, peor no podía ser: el día de sus muertes, nunca el de sus nacimientos. Tales homenajes para colmo se basan en discursos y los discursos se tejen con las hediondas blasfemias de los lugares comunes.
En este nuestro país, emporio de paradojas, aquí tenemos otra más: por un lado buscamos enormes padres redentores y carismáticos que existan por nosotros, y por otro lado, mediante el congelamiento de los próceres de cualquier bando, fabricamos nuestro desamparo. Somos huérfanos doble pechuga. Hacia atrás no sabemos vincularnos. Hacia adelante el futuro nos produce espanto. Mientras, el presente se nos traspapela entre el desasosiego, el fastidio y la sensación de haber sido estafados. No es vida esto.
¿Encontraremos en esta paradoja la explicación a nuestro imperioso snobismo y a nuestro siempre floreciente conservadorismo? ¿A nuestra fascinación por la novedad  y, sin embargo, a nuestra alergia a todo cambio? Esto de ver al futuro como un abismo y de sentir al presente como una pesadilla tal vez sea, entre otras cosas, porque estamos tan mal vinculados con nuestros anteriores. Nuestros héroes congelados no nos sirven ni de sol ni de referencia. Entretanto, ¿qué hacemos?: nos dedicamos a engordar nuestra condición de huérfanos, cosa que nos sirve para ir gestando nuestra futura condición de exiliados (hacia afuera o hacia adentro).
Demoré casi todos los años que tengo puestos para aprender que la historia no es sólo el comentario de hechos y personajes que nos envían desde el pasado, sino que es también una conversación desde el presente. Así fue que cierto día me encontré conversando, francamente, con las palabras fuera de contexto (pero textuales) de don José de San Martín. ¿Insolencia? ¿Impertinencia? Depende del almidón que cada uno tenga para sus hábitos. Conversar en tales términos es un derecho, que ejerzo. Que no vengan los almidonados a hablar de insolencia-impertinencia porque, si la hubiera, nunca sería mayor que la que ellos consumen en las mortuorias fechas patrias cuando, con la alevosía de las buenas costumbres, proceden a la eructación de discursos ruidosamente vacíos. ¿Que don San Martín nada puede hacer para reclamar por mi atrevimiento? Cierto. Pero convengamos en que don San Martín tampoco nada puede hacer para defender sus oídos cada 17 de agosto.

Otro cierto día, a propósito de un reportaje, con quien me encontré conversando en la realidad fue con Alicia Moreau de Justo, que por entonces había cumplido sus 100 años de edad. Supuse que iba a navegar con ella por la nostalgia, pero pronto me encontré lanzado hacia el futuro. Es que esta mujer nunca dejó de ser una novia del futuro.
Con estas dos conversaciones, la ilusoria con el militar capaz de ser ciudadano y la real con la anciana dama capaz de vivir en estado de lucidez, uno aprende en estos pagos tan sembrados de prepotencia, intolerancia y muerte contra natura, que el mayor, que el mejor de los corajes es el que hace falta para vivir desarmado. Esto es, para ser ciudadano habitante.
Este sitio, justamente, es el lugar que alguna vez supusimos como el mejor del mundo. Después, únicos como creemos ser y ampulosos como somos, lo consideramos como el peor del mundo.
Somos un sitio en el mundo, y no es poco.
Ni el vivir ni el estar ni el morir fueron aquí cosas que resulten del fluir natural de los días. Recordemos, releámonos:
Hubo tiempos en los que la fanfarrona opulencia de unos pocos fue estadísticamente confundida con el bienestar total de un país que aparecía como uno de los cuatro o cinco más ricos del planeta.
Después vinieron años en los que ciertos derechos nos fueron, por fin, concedidos, pero no como derechos sino como beneficencia.
Por décadas quisimos creer que los estribillos eran ideologías y que los eslóganes eran ideas. Días nos llegaron en los que la impaciencia, a caballo de la violencia, mutó los sueños y las ideas en pura locura. Y la muerte fue la última palabra.
El autoritarismo no necesitó más excusa que eso: acto seguido la represión se convirtió en una carcajada vertiginosamente contagiada de sí misma. La crueldad fue confundida con el coraje. A la impunidad se la nombró heroísmo. La venganza fue cosa liviana, el crimen descendió hasta la lujuria. Cómo decirlo con palabras, con sílabas, sin alarido: se abortó lo ya nacido y se abortó lo por nacer; se desapareció a los inocentes, a los diferentes y a los equivocados; se violó a la sangre, se violó a la vida y se violó a la muerte.
En medio de eso, mundial de fútbol mediante, se bailó sobre tanto suelo sembrado de muertos sin sepultura.
Nada conseguía saciar la gula por el horror: y allá en las islas del sur se decidió hacer una guerra pueril, una desguerra coronada con responsables ilesos y con la carne y las vidas irrecuperables de adolescentes que ya no están. Que desde entonces ya no estarán.
La democracia nos fue arrojada. La democracia, no como fruto conseguido sino como fruta que nos cae sobre la mollera. Será por eso que por poco la malgastamos entre la euforia irresponsable, la impaciencia que saltea los tiempos y las mutuas zancadillas.
No hubo arrepentimientos por tanto sucedido. Hubo alarde. Y enseguida empezó el olvido cultivado. Así hasta desembocar en la insultación. Y más alarde. A la libertad mucho mejor la usaron quienes desde siempre trataron y tratan de estrangularla. A la imprescindible justicia la relamamos airadamente, sin decidirnos a sostenerla del único modo posible: con la extendida conciencia.
Una vez más nos estafaron, y nos estafamos. Nos estafamos cuando nos entregaron a nuestra galopante euforia, que siempre es depresión que va a venir. La desmemoria acrisoló el no tan lejano error. Buen terreno para que nuestros días fueran arrasados por la contradicción convertida en estilo, por el carisma convertido en careta, por la frivolidad enarbolada con desvergüenza alucinante. Y fue con nosotros la apoteosis del cholulismo. Los payasos, pobres, se quedan sin quehacer. Y para qué celebrar el carnaval en febrero si todo el año es...
Pero en este sitio vivimos.
Ya en la última década del siglo, acostumbrados al hambre y al analfabetismo de millones, malentretenidos con la novedad de pertenecer al Primer Mundo (seguramente para oficiar de sirvientes, o para servir de generosa cloaca nuclear), aquí estamos, sumidos en una desesperanza que no cesa. Pero nadie nos ha derrotado todavía, salvo que nosotros decidamos sentirnos derrotados.
¿Qué hacer? ¿Vamos a dedicarnos a sobrevivir? ¿Vamos a bajar los brazos para siempre? Bajar los brazos sería nuestra manera de consumar la obscenidad. Bajar los brazos sería nuestra manera de condecorar tanto crimen aquí perpetrado.
Así estamos, en este sitio.  El caso es que uno, cierto día se hace la ilusión (candorosa, naif) de que conversa con don San Martín, el raro militar que siendo general desistió de ser presidente. Y con eso uno se da un respiro.
Y otro día, se encuentra uno con que la anciana Alicia Moreau, mujer que labora desde su conciencia sin distraerse por sus 100 años de edad. Y con eso uno se da otro respiro.
Entre respiro y respiro, se agarra uno de la cornisa, hace lo que puede, se concede otra oportunidad, en fin, se nutre para poder vivir un rato más. Se trata de eso, de hacer cualquier cosa para darnos el aliento que nos permita hincarle el alma a una jornada más. Se trata de hacer algo para no desplomarnos sin retorno, para no caer en la fácil seducción de la euforia para la depresión.
Aquí la utopía empieza a ser un deber.
Aquí, en este sitio, la utopía consiste en tratar de vivir despiertos un día más.

Del texto de la contratapa
Don José de San Martín viene a la Argentina actual a enterarse, y a conversar. Quien se anima a traerlo es Rodolfo Braceli.
El ilusorio encuentro, alejado de toda solemnidad, sirve para meter el dedo en muchas de nuestras llagas. Por ejemplo: ¿qué opina don San Martín sobre la corrupción, sobre el reiterado golpismo castrense que convirtió en papel higiénico a la Constitución, sobre la des-guerra de Malvinas, sobre la apoteosis del cholulismo, sobre la tortura convertida en hazaña, sobre la impunidad convertida en heroísmo?  Más allá de las preguntas, Braceli también le propone al prócer salir al balcón y ´ser la mano fuerte´ que, según algunos, ´siempre nos hace falta´. A todo responde San Martín.
En su segunda parte, este libro incluye otra memorable conversación, real, con Alicia Moreau de Justo. Fue mantenida pocos meses después que ella cumpliera sus 100 años. En esta charla y en la de don San Martín emerge, como una música prodigiosa, el valor de ser ciudadanos, la exaltación del más difícil de los corajes: el que hace falta no para andar armados sino para andar desarmados.

OPINIONES

MARTA OYHANARTE
“En este caleidoscopio que nos va armando este libro, los vemos a San Martín y a Alicia Moreau tan humanos como Braceli y a Braceli tan prócer como Alicia Moreau y San martín. Porque, finalmente, ¿qué son los próceres? Son personas de alta dignidad. Y los tres, con seguridad, la tienen. Y entonces nos imaginamos a cada uno de ellos, en distintas épocas (medioevo, renacimiento, prehistoria o porsmodernismo) trabajando siempre por lo mismo: los valores éticos, que son, en última instancia, la raís más profunda de la condición humana. Si tuviera la facultad de poder hacerlo, incorporaría este libro a los programas oficiales de las escuelas primarias, de las escuelas secundarias, de las escuelas públicas y privadas, incluso a los programas de los colegios militares, de escribanos, de abogados, etcétera, etcétera. ¿Y por qué? Porque como Braceli nos dice, al devolverles carne y cotidianeidad a estos próceres, los baja de los monumentos y nos impide a nosotros que los usemos como excusa diciendo: ´Son perfectos, por consiguiente, son inimitables´.”

PRESENTACIÓN DEL LIBRO:
En la Feria Internacional del Libro. Por Marta Oyhanarte, con lectura de Hugo Arana y Maria Rosa Gallo, 1992.
De la Segunda Edición, “Don San Martín, vengasé, conversemos”, 2017:

Dedicatoria, y aclaración

Ya entrados a la segunda década del siglo 21 resulta equívoco hablar de democracia. Porque la democracia está siendo degenerada por una seudo política que camuflan y digitan publicistas fabricantes de imagen. En estos tiempos de desmemoria y confusión nuestra democracia, además, es enarbolada obscenamente por los innumerables que fueron cómplices de la dictadura –al menos con su indiferencia activa– en los horrorosos años cuando fue desnucada la condición humana.
Hecha esta salvedad, me permito dedicar los entusiasmos de este libro

A los que
piensan y sienten la democracia
como un prodigioso insomnio.
A los que,
para vigilar ese insomnio imprescindible,
siembran memoria
y duermen con un ojo abierto, y el otro también.

Prólogo de la segunda edición, 2017

La Patria Grande, la Matria Grande,
es decir,
la Mapatria Grande. O no ser.

Han sucedido más de 25 años desde la primera edición de este libro. Un cuarto de siglo en un país bicentenario es muchísimo, recordemos que en este tramo hubo un momento en el que hasta adolecimos de cinco presidentes de la nación en una sola semana. Decirnos que ha corrido mucha agua bajo el puente, es expresar tan poco: bajo el puente de esta patria pasó un río, y el río sigue pasando.

Me permito ahora algunas reflexiones para la segunda edición de este pequeño libro que nació de dos textos de origen periodístico. Cuando un libro (que apenas si roza, que apenas si merodea la condición argentina) puede ser reeditado después de un denso cuarto de siglo, segura señal que esta, nuestra sociedad, está chapoteando en algo más parecido a una ciénaga que a un arroyo. Pasados los vahos del halago personal (porque el librito “no ha perdido vigencia”) uno advierte con inevitable tristeza que vive en un país que cumple años pero que sigue sin crecer.
Observemos, cada tanto se producen aniversarios redondos de la muerte de personajes (escritores, humoristas, artistas) que fueron notorios en este nuestro país. Y se encuentra uno con que sus relatos siguen plenamente vigentes hoy. Desgraciadamente vigentes. Sin mucho buscar, eso pasa con aquellos monólogos del actor cómico nacional, Tato Bores: hoy pueden decirse, escucharse, sin añadirle ni quitarle palabras. Señal que cumplimos años, pero no crecemos. Otro caso: las novelas o las columnas periodísticas de Osvaldo Soriano siguen palpitando, vigentes. El delirio de las historias y situaciones que Soriano propuso son un modo desesperado de, al menos, empatarle a una alocada realidad que constantemente supera al surrealismo. Sigue siendo dolorosamente cierto aquello que él dijo desde la ficción delirante: “Avanzamos como vacas ciegas hacia el abismo”. La notable vigencia de Soriano (aparte de sus ninguneados méritos literarios) es otra dolorosa señal de que cumplimos años, pero no crecemos.
En el caso de este pequeño libro que tiene dos diálogos de procedencia periodística me llama la atención, y me llama la tristeza, que un cuarto de siglo después tengan fácil sintonía con el presente. No se trata de que el autor haya ascendido al estelar escaloncito de la profecía. Se trata de que, por ejemplo, con el asunto de la endeble democracia, seguimos en estado de barbecho, atisbando.

Hace un cuarto de siglo, la conversación ilusoria que me atreví a sostener con don San Martín, y algún tiempo antes con la lúcida centenaria Alicia Moreau, no fue inocente de mi parte; la direccioné con el propósito de evidenciar nuestra crónica fragilidad democrática, nuestra recurrencia a la tentación de saltear las urnas, a ese “que se vayan todos” que, en el fondo –y no tan en el fondo– anida la latente nostalgia que convoca a la Mano Dura, a los redentores que deciden y sueñan por nosotros.

Tengo hijos con hijos, tengo nietos: y ya sé que ellos –si pueden– tendrán que pagar la deuda externa (y la interna también) que a partir de las dirigencias de nuestro tiempo, al compás de las urnas y fogoneadas alegremente por los medios de descomunicación, supimos contraer. Insólito lo nuestro: capaces de todo, capaces también de tropezar con la misma piedra una vez. Y dos veces. Y tres veces. Y…

Observando a la distancia mi conversación ilusoria con don San Martín, y mi conversación en vivo y en directo con doña Alicia Moreau, advierto que las dos tienen un nítido vínculo.
Debo reiterarlo: a esas conversaciones las viví como dos oportunidades para anclar en nuestra democracia, muy maltratada y descuidada desde 1983; tan sometida a impaciencias adolescentes. Siempre a merced de cualquier vientito volteador, y con el fogoneo incesante de los medios descomunicadores que reemplazan la necesaria crítica preocupada por la sistemática crítica gozosa.
Por supuesto que con un diálogo ilusorio con don San Martín no vamos a cancelar las falencias, no vamos a cicatrizar las hondas trizaduras de nuestra democracia. Porque ella, la democracia, refleja la inconsistencia del promedio de nuestra sociedad, siempre alentada –insisto– por nuestros pulpos medios de descomunicadores. Pero estos diálogos intentan semillar un aporte. Y como decimos en la vereda cotidiana: algo es algo, peor es nada. No me costó el menor esfuerzo figurarme, sentir, que conversaba con don San Martín en mi presente de hace décadas. Tampoco me cuesta sentir ahora que ese mismo diálogo se está desenvolviendo hoy, en el bicentenario de aquel cruce maravillosamente imposible y descabellado. Y desde la licencia de la intertextualidad, le describo al militar (ante todo ciudadano) y a la centenaria Alicia (panadera cívica), cómo nos van las cosas, nuestro estado de situación ya promediando la segunda década del urgente siglo 21.

º Seguimos igual, es decir, peor en cuanto a la inconstancia de la opinión pública. No es para menos, se sigue bebiendo de las aguas oportunistas y contaminadas que tienen como fuente la camaleónica constancia de los medios que se autocalifican de comunicación. Ellos son la primera causa de la ciclotimia (oscilamos todo el tiempo entre el triunfalismo y el derrotismo), y la causa también de la animotimia (oscilamos entre la euforia y la depresión).

º A propósito del periodismo y de los pulpos descomunicadores, debemos decirlo: no trabajan para alumbrar la verdad sino, en todo caso, para alzar el escándalo que puede eyectar una presunta verdad. Se cultiva la desmemoria, se crea pertinazmente sensación de fin del mundo y se analfabetiza duro y parejo. (Peor, más grave que un analfabeto es un seudoalfabetizado llevado al cretinismo por intoxicación de falsa información y frivolidad.) Con todo esto se abona, se robustece, la nostalgia por la Mano Fuerte (con uniforme o con traje de CEO). Entonces la democracia es apenas menos que un eufemismo; es un conato de.

º Comodidad preocupante: la política ha sido reducida a sinónimo de corrupción. Pero, obviando que los políticos que producen la política nos espejan. No es de cuerdos acusar al espejo y enojarse con él, y menos romperlo.
Estamos a merced de la mediocridad; aceptamos como natural la fabricación de candidatos que son meros productos publicitarios como puede serlo un automóvil, un champú, un par de zapatillas. Estamos siempre al borde, propensos a convertirnos en manadas seducidas por monigotes y monicacos que apenas memorizan las frases hechas y los eslóganes vacíos que les dictan toda vez que deben exponerse en público. Cualquier cosa parecida a la elaboración de una idea, a estos candidatos fabricados por encargo les es ajena.

Estos liderazgos de telgopor se dan en personas dadas a la desnucación del lenguaje. Con dificultad superan el nivel de comunicación de un tal Tarzán. Nada que ver tampoco con la ética de la sintaxis. Todo se corresponde con personajitos, de la noche a la mañana mandatarios, que encarnan una patética abundancia de carencias.

Sumario de calamidades
Sigo con este insoslayable sumario de calamidades que nos erosionan la democracia:
La buitredad. Aquí, en nuestro tiempo y a la orden del día, parece imponerse con la tenaz prepotencia de la mediocridad una conducta que podríamos definir como buitredad.
Seguimos estando a merced de los inmisericordes buitres de afuera, pero eso no es lo más grave, también estamos a merced de los alevosos buitres nativos, de adentro. Estos enarbolan un obsceno entusiasmo en eso de arrancarse lonjas de dignidad, en eso de bajarse los lienzos, en eso de rematar enormes pedazos de mapa patrio. A semejante comportamiento encima se lo autoelogian con un eufemismo inaudito: a eso lo llaman “estar integrados al mundo”. Quieren decir: al admirado Primer Mundo. Reconozcámoslo: ya desde la última década del siglo 20 conseguimos ser parte del Primer Mundo. Tan comedidos, tan obsecuentes, tan serviciales… del envidiado Primer Mundo venimos siendo el inodoro. Y más, el bidet.

¿Valió la pena? Pregunta que ya se nos desprende, por madura: ¿valió la pena aquella gesta maravillosamente loca de cruzar la cordillera de los Andes con más de cuatro mil hombres apenas arropados, acechados por el frío y por la enfermedad y por el hambre?
Monumental y memorable para la memoria de los tiempos aquella hazaña. Y monumental, vomitivo, nuestro renuncio, nuestra declinación de la dignidad y del sueño originario de la Patria Grande. Las relaciones carnales no son una anécdota referida a una ocasional frase; son relaciones carnales, serviles y consentidas y en fin.

Los más, los más. Habíamos quedado con que los argentinos, por generaciones, crecimos en el convencimiento de que Dios nació aquí, seguramente en la bendita pampa húmeda. Y en consecuencia estábamos condenados a ser “los mejores del mundo”. La mentada realidad nos bajó del caballo, que finalmente resultó ser de una calesita sin sortija, y pasamos a ser “los peores del mundo”. Para mal o para bien siempre ombligos, encontramos consuelo para nuestro intenso ego repitiéndonos estos años que somos “los más inexplicables del mundo”. Los más, siempre los más.
Evidente; la virtud de la humildad parece ser incompatible con nuestros sembrados delirios de grandeza, auspiciados por la gracia de todos los dioses habidos y por haber. Nos cuesta, nos duele aceptar que somos un sitio más en el mundo; que no es poco.

El asunto de la memoria. Con el asunto de la memoria tenemos un entuerto y una confusión. Muy mala prensa tiene la memoria en estos tiempos, entre nosotros: se la señala como sinónimo de resentimiento, como retroceso que inmoviliza y anula la gestión del futuro. Entonces, con la coartada de una reconciliación que en el fondo es convalidación de la impunidad, extendidamente se proclama “ya basta de tanto revolver el pasado; ya basta de jodernos con la memoria”. Y aquí despunta la vigente confusión: la memoria no es retroceso, al contrario, la memoria semilla futuro. Futuro diferente.

Presencias palpables. Siento que Alicia, la novia del futuro, y el militar que tuvo el coraje de ser ciudadano, me están escuchando, ahora. Antes de entregar las páginas de este pequeño libro, en el año 2017 después de Cristo, sucedidos dos siglos del Congreso de Tucumán y de una de las aventuras independentistas más colosales de la historia –la del Cruce de los Andes–, debo reconocer, como ciudadano habitante, que pienso que no somos un gran país como presumimos, en todo caso somos un país grandote; y esto por la casualidad del reparto de mapas.
Reconozco, además, que aquí la paranoia fomentada por ese genocidio prolijo que encarna el nuevo neoliberalismo, justamente esa paranoia, se ha convertido en ideología (de derechas, por supuesto).
Que ya va siendo hora de que como sociedad dejemos de confundir ruido con sonido, chatura con nivel del mar, maquillaje con semblante. Seguimos tomados hasta la obsesión por el culto de la apariencia.
¿Hasta cuándo nos va importar más parecer que ser?
¿Hasta cuándo nuestro Hamlet patrio en vez del “ser o no ser” va a postular el parecer o no ser?
Damas y caballeros: ¿hasta cuándo?

Rendición de cuentas. No podemos, no debemos esquivarlo: viene al caso el interrogante: Aquel general que donaba fortunas para fundar bibliotecas, ¿qué diría en este tiempo nuestro ante la reducción de los presupuestos para los haceres de las ciencias y de las artes y de la educación pública?
Conversando con el pasado, nuestro presente se desliza hacia la rendición de cuentas. En estado de confesión, debemos reconocerlo: no hay caso, no conseguimos aprender que ser argentino no es nada el otro mundo, es algo que le puede pasar a cualquiera. Aprender que, en fin, a nuestro alrededor todo parece susceptible de ser coimeado, pero tan luego al destino… no lo podemos coimear.
Seguimos sin aprender a sembrar. Impacientes como somos, ya el sonido de ese verbo nos enerva, nos subleva mal. Pero de eso se trata, de sembrar. Como nos vienen enseñando –más con sus acciones que con sus palabras– las prodigiosas viejas locas, las porfiadas Madres Abuelas de Plaza de Mayo, como sociedad tenemos que aprender el arte de la paciencia. La paciencia es lo contrario de la resignación.

Fuera del mundo. Algo más: estos tiempos desembozadamente colonizados, asiduamente cultivados para las confusiones, nos encuentran repitiendo como loros, que por integrarnos a la América latina nos quedamos afuera del mundo. Se trata de lo contrario: tendremos que aprender y convencernos de que para hacer pie en este mundo, pie con la dignidad puesta, tenemos que pertenecer sin vergüenza y de cuajo a la América del Sur, esta que empieza tras el dilatado muro, cuando termina el pedazote de mapa que Estados Unidos le robó a Méjico.
En otras palabras, que mientras no realicemos encarnadamente el sueño de Artigas, de Bolívar, de San Martín y de aquellos soñadores para nada módicos, mientras no consigamos ser real y sostenidamente una suerte de provincia de la Patria Grande, estaremos a merced de la violación consentida, paupérrimos, errando, dando lástima; estaremos sucesivamente pendientes babeando, y con la identidad a la rastra.

Vale la pena y vale la alegría aclararlo: cuando pronunciamos Patria Grande, nos estamos comprometiendo por los tiempos; queremos decirnos que no podemos permitirnos la comodidad de la desesperanza. Ya es hora de que consolidemos y evolucionemos ese concepto, pero eso sí, más allá de las palabras, con la sostenida siembra de las acciones. Propongo pronunciar Patria Grande sintiendo, como algún poeta traspapelado, que decimos Matria Grande.

No nos quedemos ahí, vayamos por más en el concepto, y en la acción: pienso y siento que en realidad debemos decir Mapatria Grande.

Por lo que nos queda del siglo 21 y de los siglos por haber, esa es, esa será nuestra crucial cuestión: ser Mapatria Grande o no ser.

En el febrero del 2017