Células de identidad
Para un mapa de la condición argentina 18 personajes y uno más (Entrevistas / Ensayo periodístico) Octubre Editorial, Buenos Aires, 2014. (Declarado de interés provincial por la Cámara de Diputados de Mendoza, 2014).

ÍNDICE

UMBRAL
Título título título

SER FAVIO
La ternura hasta las últimas consecuencias

SER OLMEDO
La locura, ¿una sinceridad absoluta?

entreParéntesis
DE FÚTBOL SOMOS
De cómo asomarnos a la condición argentina

SER FANGIO
La gran velocidad de la tortuga

SER SARLI
La mujer más virgen de aquí

entreParéntesis
ARMANDO BO
Confidencias del “mayor chupamedias desde 1810”

SER PIAZZOLLA
Animal en carne viva

SER ALICIA MOREAU
La novia del futuro entreParéntesis

LA NACIONALIDAD DE DIOS
De dónde salió que es argentino

SER DUMONT
El cualunque Ulises nacional

SER GELMAN
Hombre, Adán de palabras

entreParéntesis
MARADONA y CHARLY
Plegaria casipoema, para dos que al molde lo rompieron

SER AMALITA
Confesiones de una reina, o algo así

SER LA NEGRA SOSA
Secretos evidentes de un don

entreParéntesis
EL DÍA QUE SECUESTRARON A MERCEDES SOSA
(Casicuento)

SER SANDRO
El obrero de su idolatría

SER FONTANARROSA
El crimen de El Negro, una confesión inconfesable

entreParéntesis
BORGES- PERÓN. O VICEVERSA
El rol de las antinomias en nuestra identidad

SER SPINETTA
El desnucador de límites

SER NADIE
Encuentro con el desconocido de siempre

UMBRAL
(levensayo)

De cómo se explica que los argentinos seamos
 “los más inexplicables del mundo”

Para poner en remojo: ¿En que consiste ser argentino?
Mientras el interrogante se despereza arrimo reflexiones. A los argentinos habitantes del mapa correspondiente nos apetecen (en realidad nos deleitan y fascinan) un par de situaciones: una, hablar de nosotros mismos; otra, que hablen sobre nosotros. Este libro es una prueba de ello: más acá y más allá del título y de los personajes elegidos, en algunos capítulos, eslabones subtitulados entreParéntesis, también yo claudiqué a la tentación directa o indirecta de meditar sobre los argentinos, desde el análisis reflexivo o desde la ficción. Para esto no me ofrecí ninguna resistencia. 

Estos personajes elegidos, propuestos como células de nuestra identidad, no pretenden ni remotamente agotar el muestrario del espectro argentino. Intentar algo semejante hubiese sido una reverenda puerilidad, algo más grave que un delirio.
No son, ni de lejos, todos; ni son casi todos. Pero constituyen, me parece, un racimo de personajes que no pueden faltar a la hora de perfilar nuestro ADN. Los elegí entre los cientos que la faena periodística me posibilitó entrevistar a lo largo de cincuenta años. El criterio para decidirme precisamente por estos y no por otros tiene que ver con lo coral y con cierto azar. Traté de sustraerme a la natural empatía. No es que sean los mejores en el sentido más usual del calificativo, pero en esta suerte de coro imaginario los personajes aquí elegidos poseen todos elocuente significación. Ya de entrada tomé conciencia que en el armando de este mapa de la condición argentina se me quedaban afuera una punta de personajes tan extraordinarios como los aquí presentes, y que con ellos podría componer dos o tres libros más como células de nuestra identidad. Por citar algunos: Atahualpa Yupanqui, Osvaldo Pugliese, Oscar Gálvez, Jorge Luis Borges, Cacho Fontana, Raul Alfonsín, Nicolino Locche, Crist Miró, la Mona Giménez, Miguel Angel Solá, Luis Landriscina, Karadagian, Lino Palacio, Luis Federico Leloir, Pinti, Aníbal Troilo, Susana Rinaldi, Héctor Larrea, Graciela Borges, el Che Guevara (su hija mediante), Menotti, Bilardo, Ringo Bonavena, Tato Bores, María Elena Walsh, Juan Carlos Altavista, Narciso Ibáñez Menta, Luis Sandrini, Gregorio Klimovsky, Niní Marshall, Quino y etcétera y etcétera…
Pero el caso es que tuve que decidirme y lo hice pensando en una especie de racimo coral. Cada personaje expresando su registro, distinto y complementario en el conjunto. Los 19 (más uno) no podían faltar a la hora de ir por nuestro ADN. Cada cual encarna, desde su ángulo particular, algunas claves, los ánimos, la gestualidad, las mañas, los sueños y obsesiones. En suma, cada uno es un hilo singular que concurre al tejido del homo argentino. En su variedad protagonizan un rasgo distintivo individual que puede servirnos para vislumbrar esta ajetreada condición humana argentina que, desde que fue alcanzada por las calamidades económicas y el propiciado vaciamiento de los años ‘90, ha encontrado cierto consuelo ante la evidencia de que ya no podemos ni decir ni sentir que “somos los mejores del mundo”. (Más adelante me extenderé sobre el significado de ese consuelo.)

Necesito advertir sobre el andarivel de estas entrevistas. Aunque de sobra sabemos que a los argentinos notables y notorios, con escasas excepciones, les agrada analizar y diagnosticar sobre nuestras virtudes y defectos, estos personajes en particular, en los siguientes reportajes-entrevistas rara vez se ponen en situación de analistas y de diagnosticadores patrios.
Subrayo esto: que no fueron traídos para hablar como sociólogos o psicólogos de ocasión sobre los males argentinos, sobre sus mentadas virtudes y defectos. Sabemos que cualquier monicaco o monicaca, apenas iluminado por una pizca de éxito y un cachito de rating, en estos pagos suele sentirse autorizado para pontificar. Los personajes aquí reunidos aparecen más bien contándose a sí mismos, inducidos para el autorretrato por el lado de adentro, es decir, a salvo de la obligación de convertirse en radiógrafos nacionales. Funcionan como células de identidad no por lo que discursean sobre nuestra identidad; concurren a este libro porque cada uno, en su modo de ser y estar, en la realización de sus vidas, tiene potencia e intensidad como para convertirse en botón de muestra, en una célula de identidad significativa y significante.
Los elegí entonces por lo que significaron en la vida de los argentinos del último medio siglo. Personajes muy cercanos en el tiempo, aunque nos sucedieron ayer o antes de ayer, ya coagularon en eso que llamamos historia, en la sabia savia de la cultura popular. Protagonistas de ese medio siglo, prolongan su onda expansiva en la segunda década del galopante siglo 21; la inclemente trituración del olvido no ha podido con ellos. Cada uno con su don artístico, deportivo, cívico y hasta empresarial y además, cada uno, con la carga de su personalidad. Apunté, empujé los vientos de mis preguntas en todos los casos al ser que hay latiendo por detrás de la apariencia del personaje famoso.

Ahí tenemos a:
Leonardo Favio, arrojado a un desnudamiento confesional de sus ternuras. Sabido es que la ternura carece de prestigio y cotización en cualquier órbita del arte, pero Favio la desplegó en sus películas y en el repertorio de sus canciones hasta las últimas consecuencias; consiguió seducir (en realidad doblegar) a estetas y elitistas, a intelectuales e intelectualudos.
Mercedes Sosa se muestra en el rescate de una niñez de pobreza extrema pero sin embargo alumbrada por la alegría. La Negra también se expone mostrando la paradoja de su desolada soledad en medio de una multitud que la venera.
Roberto Sánchez se radiografía como si fuera otro en la construcción de su muñeco, Sandro. Pero además se revela en la construcción de su idolatría con la perseverancia de un obrero.
Luis Alberto Spinetta abre las puertas de su casa y de su cocina y enseguida también abre sucesivas puertas imaginarias y desata ese vértigo que se traduce en su obsesión por la desnucación de límites.
Isabel Sarli, símbolo sexual de más de dos décadas, en su casa-jardín zoológico, deja descubrir una increíble paradoja: la de un candor que la convierte en “la mujer más virgen de aquí”.
Armando Bo, en un casi monólogo abre una doble confesión: la de su cáncer terminal, cuando sus días contados ya han entrado a la última curva, y la de su reconocimiento: haber sido “el mayor chupamedias que ha existido desde 1810”.
Juan Gelman, asoma en una conversación que tuvo un paréntesis de cuatro décadas. En el meollo de su célula de identidad el duelo se transforma en una forma de búsqueda y conocimiento y la poesía una llave alumbradora y sucesiva. Juan significa hombre. En este caso, hombre Adán de palabras.
Astor Piazzolla sintetiza la desmesura sin pausas ni feriados, es la pasión febril que pulveriza las comodidades de lo cotidiano. Hombre arrojado, jinete que cabalga sobre la desesperación creativa con hambre en su sed, apasionado habitante de los insomnios. Su manera de rascarse las pantorrillas, buscándose hasta la última gota de música, es mucho más que una metáfora.
Juan Manuel Fangio, cinco veces campeón mundial de Fórmula 1, es otro argentino paradojal: aparte de radiografiar comportamientos en la instancia de conductores urbanos, se revela como un hombre extremadamente paciente y cauteloso, con una vida personal muy austera, y que elige a una tortuga de bronce como deidad.
Ulises Dumont es otra célula extraña. Poseedor de un talento natural, inclasificable, no sólo no fue políticamente correcto, tampoco fue políticamente incorrecto. Este Ulises nacional eligió ser un tipo “cualunque”, renunciando de cuajo a toda forma de apariencia e impostación.
A Diego Maradona y Charly García, dos que al molde lo rompieron, los reuní en la ficción de un poema en el que sus talentos se resisten a ser elegidos como ejemplos; imploran que no los aconsejemos, que no los cuidemos más. Los dos pugnan por llegar por fin a la patria que está después, la patria de las últimas consecuencias.
Alicia Moreau de Justo, desde los cien años de su edad se convierte en una especie de novia del futuro. A cada minuto de la charla lo transforma en una formidable ocasión de conocimiento y aprendizaje. Habitante de dos siglos nada humano le es ajeno, ni la concepción sin pecado ni el aborto como acto natural ni el útero como clave para terminar con las guerras.
Amalia Lacroze de Fortabat encarna una célula de identidad que se vanagloria del poder del dinero, poder que le permitió, por décadas, desconocer y no tocar un billete. La señora es una reina o algo así; y se complace en serlo.
El Negro Roberto Fontanarrosa, en una confesión de las inconfesables, nos hace dudar de que realmente haya muerto. Mientras la duda se agudiza sus dos criaturas dibujadas son el rostro de dos células polares de nuestra identidad. Boogie el aceitoso encarna a un reverendo torturador, “derecho y humano” al fin. Y don Inodoro Pereyra, al gauchito cordial y pícaro que, puesto a la faena de la yerra, para no hacer sufrir a los animales los marca con calcomanías.
Alberto Olmedo es el perpetuo y natural habitante de la cornisa. Por la gracia recibida murió de abismo. Encarnó esa locura que viene a ser una forma de sinceridad absoluta.

19, pero ¿y el uno más?   Emerge sin complejos entre los 19 personajes elegidos ese uno más que es muy mentado, porque se lo licúa en la denominación “el desconocido de siempre”. La pregunta me cae por madura: ¿Qué hace este hombre entre tantos notables y notorios, entre este seleccionado nacional de celebridades, de ídolos? Al hachero Valentín Céspedes –así se llama– lo elegí para cerrar este arco de tan diversas células de identidad. Lo elegí por considerarlo célula primordial. A tal punto que el libro entero está dedicado a él, por su sabiduría, por su porfiadez, por su fe en la esperanza. Una fe con razón de ser. Fe implacable que viene a explicarnos por qué, como comunidad, seguimos latiendo pulso y no hayamos desaparecido (con reverencia del verbo) de los mapas.

¿Qué tienen en común estos argentinos? Algún rasgo enhebra a estas células de identidad. Observo como recurrente cierta actitud: la perseverancia en la obsesión que atraviesa sus vidas, sin pausas sin feriados sin epílogo, como no sea el biológico, el que impone el detalle de la muerte. Obsesiones muy distintas, pero obsesiones siempre. Siendo tan diferentes en su impronta, todos se denuedan en una obsesión fija. Por ejemplo, Favio contando las pequeñas vidas sin resignar el diminutivo, porfiando con la ternura, así se trate de un ladrón de gallos o de un dependiente pueblerino o de un épico prófugo de la dudosa justicia; Spinetta abriendo una puerta y otra puerta y otra más, vadeando límites; Fangio porfiando en un estilo de prudencia, en una cautela más propia de un zorro que de un conservador; Sandro, tallando y tallando a su muñeco, a su idolatría; el hachero Céspedes persiguiendo la alfabetización con esperanza o con fe, y cuando pierde una y otra, con fe en la esperanza;  Maradona y Charly con la desmesura convertida en hábito inherente, en himno; Alicia Moreau haciendo de cada minuto una nuez que hay romper y abrir para dar con su íntimo fruto y aprender y conocer y ayudar a que la rueda de la Vida ruede; Gelman destripando palabras, pariendo verbos que habían nacido para ser sustantivos…
Eso tienen estos personajes células de identidad, cada cual con su carácter, con su rumbo, con su don. De algún modo todos ellos pisaron o atravesaron el límite de las últimas consecuencias. Ninguno se quedó en la comodidad de lo módico, ninguno se quedó haciendo promedio, ni a medio camino.
 
Confesión de autor.   En la descripción de los sucesivos personajes me estoy demorando en hacer pie en la juntada ficcional, ilusoria, de Perón y Borges (o viceversa). Lo haré en unos párrafos más; pero antes voy por algunas reflexiones que pienso y siento tienen mucho que ver con la condición argentina. (El lector o la lectora en este instante piensa en voz alta y yo estoy escuchándolo de decir, y con razón: También este está cayendo en la tentación que denuncia; quiere capturar y opinar sobre algunos rasgos de la identidad del mentado argentino. Así es, ya lo avisé al inicio de este Umbral: caigo y caeré en esa tentación. Bueno, también por eso soy argentino.)

1.  Las antinomias, razón de ser
En general prevalece la idea de que las antinomias nos estorban el vivir y nos atrasan el devenir. Que nos distraen y hasta nos desangran.
¿Y si no fuese así, si fuese lo contrario? ¿Y si resulta que las antinomias son parte imprescindible de nuestro metabolismo?
Me permito arriesgar una hipótesis de conflicto. Recordemos lo que sucedió en el año 2012, cuando River consiguió hacer posible lo imposible, caer de cabeza en el descenso de categoría en el campeonato de la AFA (campeonato que el mismo River ganó más veces que ninguno). Los hinchas de Boca (el otro club mayor) al principio celebraron el apocalipsis del enemigo; la celebración incluyó la impiedad de la gastada, de la burla. Pero resulta que, pasados los meses, muchos de esos mismos hinchas empezaron a extrañar al enemigo y, vaya paradoja, a desear que River ascendiera. A los boquenses los estaba ganando una especie de vaga náusea, de indefinido desasosiego: el síndrome de la falta de enemigo. En otras palabras: sin antinomia la vida estaba perdiendo sabor, semblante, sentido.
Esto que pasó en el terreno de la aguda confrontación futbolera creo que podría trasladarse a cualquier terreno, más allá de lo deportivo, con otras latentes antinomias: científicas, artísticas, políticas, por ejemplo, con el debido viceversa: Fangio-Galvez, Ford-Chevrolet, Bocca-Guerra, Rosas-Sarmiento, Borges-Sábato, Victoria-Evita, Liotta-Favaloro, Florida-Boedo, Piazzolla-D’Arienzo, Maradona-Messi, y tantos etcéteras.
La pregunta no retrocede: ¿Y si resulta que para los argentinos lo más sano y estimulante fuera fuese fortalecer las antinomias? ¿Si lo más saludable y generador fuese asumirlas y aprender a convivir con ellas sin tratar de eliminarlas? Con otras palabras: ¿Si en vez de terminar con las antinomias nos decidiéramos a terminar con la eterna cantinela de la reconciliación, cantinela por lo demás tan propensa a la hipocresía?
Con más de dos siglo de edad, ¿no nos habrá llegado la hora de interrogarnos sobre nuestro tan proclamado deseo de armonía? Por ejemplo: ¿Por qué contradecir, por qué renegar de algo que posiblemente está en nuestra naturaleza? ¿Por qué aminorarle la nariz al padre de la patria? ¿Por qué hacerle un implante capilar al padre del aula? ¿Por qué añadirle siliconas al busto módico de la imagen de la patria que nos parió?

Tal vez, tal vez, con doscientos y pico años de edad podríamos considerar que vivir en estado de antinomia no es insano, que algunos de nuestros tan señalados defectos en realidad no son otra cosa que rasgos. Considerar al vivir en estado de antinomia no como un castigo y una fatalidad, sino como el pulso inherente a nuestro modo de ser y de estar en este mundo.
Por empezar, tengamos a bien deponer la comodidad de la hipocresía de los discursos bondadosos. Al menos consideremos la posibilidad de que, sin antinomias, los argentinos correríamos serios riesgos de que el electrocardiograma de nuestra comunidad se exprese en una línea plana.
Relajémonos, sincerémonos. Si tenemos pulso es gracias a nuestras antinomias.
La vida cotidiana va dejando un sedimento que termina por coagular en historia. En ese transcurrir las antinomias constituyen una especie de marcapasos natural que nos garantiza el pulso.

Borges-Perón. O viceversa.  En algunos de los capítulos de este libro, los rotulados entreParéntesis, intento desatar la reflexión a través de la ficción. Digamos que es ahí cuando claudico, cuando caigo en la impertinente tentación de eso que tanto nos fascina a los argentinos: analizar cómo somos, cómo dejamos de ser, cómo creemos que debiéramos ser. Me disculpo de antemano; me disculpo pero no me retracto. Incurro nomás. Por eso me atreví a reunir en un encuentro a Perón y a Borges. Esa reunión, ilusoria, se produce en una instancia crucial. Se juntan, atrapados sin salida, dos células de identidad que en vida no se escatimaron el odio y el asco por el otro.
Borges y Perón. O viceversa. Dos caras antagónicas de esa moneda argentina tan insólita que a veces hasta cae de canto. A Perón y a Borges, como digo, los reuní en una ficción: el uno sin manos, el otro sin ojos, los dos encerrados sin posible escapatoria en una especie de silo altísimo, sin puertas y sin ventanas. Las dos mitades se aborrecen sin disimulo pero, en ese encierro extremo, se necesitan hasta para lo elemental. La antinomia, esa costumbre argentina, en ellos funciona a rajacincha. Y no tratan de superarla, al contrario: los dos difieren absolutamente en todo, pero se ponen de acuerdo en una solo punto: en que no tienen que claudicar a ninguna reconciliación. En cierto modo vindican la necesidad de antinomia. Con otras palabras nos dicen que las uñas no tienen prestigio, pero qué seríamos sin las uñas. 
También coinciden, Borges y Perón, Perón y Borges, en un sugestivo detalle nacional: en que la humildad es algo espantosamente desabrido.

Reconciliación, ¿reconciliación? Avancemos más allá de la ficción y del significado de un Borges sin ojos y un Perón sin manos, demorémonos en un asunto que en el río revuelto de nuestros comunicadores asoma una y otra vez, el de “la urgente necesidad de reconciliación nacional”.
Entrados a la segunda década del siglo 21, muchos adalides del sentido común proponen y hasta exigen reconciliación. Qué curioso: lo hicieron incluso en momentos que el entonces juzgado y condenado asesino serial Jorge Rafael Videla, convocaba a los militares “más jóvenes que están en aptitud física de combatir” a “armarse nuevamente en defensa de las instituciones básicas de la República, hoy avasalladas…” Esto de la reconciliación que enarbolan los buenos y buenas es una flor de coartada. ¿Qué reconciliación puede gestarse mientras hay regodeo en la negación y alarde en la impunidad?
Manejar un vehículo sin atender a lo que nos avisa el espejo retrovisor es la mejor manera de no llegar a destino. Por eso, imprescindible hacer memoria. Sólo a partir de ella semillaremos un futuro diferente.    
Cumplidos los 30 años de democracia en continuidad, no nos engañemos, no nos durmamos, a la democracia siempre la tenemos que hacer. Permanentemente se la socava con ese otro gran acto confundidor: porque se le endilga la política y a la política se la nombra como la madre de todas las corrupciones.
No asoma la conciencia de que la democracia no es ni perversa ni virtuosa. Ella es como somos, es como la hacemos. Un hondo espejo que nos reproduce con exactitud. A la vista está: humanos amigos del gatillo fácil y de la picana persuasiva y de la pena de muerte ejemplarizadora siguen en carrera y esto sucede porque la dirigencia se distrae confundiendo ideología con estribillo, debate con chicaneo miserable. Para colmo de males, debido a la prédica aterrante, creadora de sensación de fin del mundo de los pulpos medios de descomunicación, la paranoia creció hasta convertirse en ideología.
Permiso, tras un punto y aparte reitero algo tan obvio que se nos traspapela: en muchos sitios del mundo, por empezar en la primera potencia, los Estados Unidos, la paranoia se ha convertido en ideología. En muchos sitios del mundo y también aquí, donde la histeria es una costumbre del ánimo.

2.  Comodidades argentinas
En tratando de pesquisar a personajes que signifiquen células de nuestra identidad, me salieron al paso una serie de recurrentes comodidades que padecemos los argentinos, según pasan las generaciones. Esas comodidades vienen funcionando como coartadas para la resignación, es decir, para la justificación de la desesperanza. En el meollo de esas comodidades, muy adheridas a nuestros hábitos, asoma siempre la queja, una queja que, más que saludable inconformismo y rebeldía, se agota en la autocomplacencia. He aquí entonces la primera comodidad: la queja nuestra de cada día y de cada noche.
Ya que estamos, propongo revisar algunas de nuestras comodidades de cabecera.

Uno de los siete más ricos.   Hay una frase que salta toda vez que se quiere juzgar a la porfiada e inexplicable decadencia argentina: “Y pensar que este país fue uno de los siete más ricos del mundo”. La frase reaparece siempre vivita y coleando y sirve para, en el mismo acto, juzgar y condenar al presente como causa y consecuencia de nuestros males. Tiene una carga, además, de esa nostalgia paralizante y reactiva que aborrecía desde sus poemas y canciones María Elena Walsh: “…que la nostalgia se borre… Quien no fue mujer ni trabajador/ piensa que el de ayer/ fue un tiempo mejor”.
Eso de haber sido uno de los siete países más ricos es una opinión que nos muestra con qué insistente impunidad se pueden escupir güevadas. ¿Que fundamente mi descalificación?
Eso hago: ¿cuántas clases sociales tienen la Argentina y buena parte del mundo? Cuatro. La clase alta, la clase media, la clase baja y la clase, tan escandalosamente numerosa, de los desclasados, los desgajados. Pues bien: para el caso de que fuera cierto lo de haber sido allá lejos uno de los siete países más ricos del mundo, eso tan solo valió para los de arriba, para un diez por ciento, o menos, de la población habitante de la Argentina. El resto, la oceánica mayoría, minga. No fuimos en ese allá lejos ni el décimo, ni el vigésimo, ni el trigésimo país más rico. Tengamos a bien, pues, no seguir jorobando ni jodiendo con esa simplificación mentirosa. Por favor. 

El triunfalismo y el derrotismo.  Antes de seguir con la enumeración: cuando hablamos de comodidades la crítica sólo incluye desde la clase media para arriba. Es decir, a los que tenemos techo, abrigo, alfabetización; a los que comemos con mantelito el pan de cada día y de cada noche. El inmenso resto está asediado por la desesperación y la desesperación es incompatible con la reflexión. El hambre no piensa. Y menos el hambre analfabetizado.
Revisemos ese triunfalismo y derrotismo que hace que, como sociedad, seamos cicloanímicos. La comodidad de exitismo incluye en su reverso a la comodidad del derrotismo. Se nos da en todos los órdenes, con las figuras marcadas por el supuesto éxito o por el supuesto fracaso. Es un vicio fácil, muy sembrado por los pulpos medios de descomunicación. Solía decir el publicista David Ratto que “los argentinos somos lo más parecido a un electrocardiograma”. De pronto estamos tocando el cielo con las manos; de pronto estamos arañando la cloaca del infierno con las mismas manos. Siempre con el emblemático obelisco por testigo. Vivimos más que oscilando saltando de la euforia a la depresión. Un ejemplo irreparable nos lo proporciona la desguerra de Malvinas: de la noche del 1 de abril, a la mañana del 2 de abril de 1982, flameados por una euforia pueril, nos creímos que habíamos logrado alumbrar y capturar el mentado “ser nacional”. A continuación nos entregamos a vivir algunas semanas de irreparable delirio. A esa desguerra que nos iba a costar 694 vidas de casi criaturas y después alrededor de 350 suicidados, la respiramos con la misma irresponsable adrenalina deportiva con la que atravesamos cualquier Mundial de fútbol. Hasta que la realidad nos avisó eso que los medios descomunicadores nos habían escamoteado con entusiasmo: que habíamos capitulado, que habíamos sido derrotados. Al instante caímos de cabeza en una depresión agravada porque, encima, vergonzante. Pagaron el pato los muchachos, los que pusieron el cuerpo, los que no retornaron con semblante y con latidos.
La euforia, que es depresión al revés, es otra nociva comodidad argentina.

“Estamos tocando fondo.”  Esta ha sido una letanía que se reprodujo  atravesando las décadas, generación tras generación. Estamos ante una frase cómoda que amalgama la sensación de derrota consumada con cierta automática esperanza. ¿En qué consiste la comodidad? En que en el subtexto de la bendita frasecita late la generalizada idea de que, una vez tocado el fondo, a continuación ya nada peor nos podrá suceder. En este punto damos paso a lo mágico y nos dejamos embargar por la sensación de nuestra autoelogiada “capacidad de recuperación”. Automáticamente, a la derrota por estar tocando fondo, la mutamos en la certidumbre del y a continuación, el inevitable ¡milagro argentino!
A propósito de “tocar fondo”, saludable también nos sería no incurrir en desmemoria: en la década del ´90, aquí, ante la indiferencia de una sociedad hipnotizada por el momentáneo consumismo y la indiferencia sembrada por los pulpos medios descomunicadores, se aniquiló la industria, se fundaron cientos y cientos de pueblos fantasmas, se mutiló el sistema arterial de los ferrocarriles, se entregó por unas chirolas ese petróleo que suele justificar guerras preventivas, perdimos en pocos años el equivalente de varios cientos de Malvinas. No tan lejos, en los años 1976 y siguientes, la dichosa frase “tocar fondo”, fue menos que un caramelo: por entonces no sólo se tocó fondo, se desfondó el abismo; mientras tanto, en el limbo del infierno, nos sucedía la desnucación de la condición humana en versión argentina.

El recurso de los fatalismos.  Otra comodidad nacional es la de los fatalismos; la podemos observar, a pleno, en el horizonte de nuestra política. Entre nuestras condenas aparentemente inmodificables están las que anidan en estas simples frases: “No hay caso, el peronismo nunca podrá concebir no ser el partido gobernante”. O “no hay caso, el radicalismo nació para ser inconcluso”. O “no hay caso, nuestras izquierdas no se juntan jamás, les encanta ser archipiélago, o esquirlas…”
Estos fatalismos son resignaciones, derrotas anticipadas.

La otra inflación.  La inflación, para los argentinos, ¿es un flagelo congénito o es un rasgo de personalidad?
Podría ser que sea un flagelo congénito porque el hábito la convirtió en rasgo.
Hay una inflación, la más mentada, que es la que tratan de descifrar eternamente los economistas y gurúes economicistas (que el gasto público, que la sobreemisión de moneda, que la cotización del dólar, que esto, que aquello, que la hendija de la lora…)
Pero hay otra inflación, mental, que escapa a la órbita de la pura economía. Y se traduce en la comodidad de ese argentino promedio que es un consumidor fácil, que carece de la sencilla solidaridad para no comprar lo que aparece con precio desaforado. Desde otro ángulo esa inflación se manifiesta en la insolidaridad del proveedor, del comerciante que infla los precios en un renovado y alevoso “por si acaso”.
La inflación es, en cierta forma, otro fatalismo, y como tal, otra comodidad acatada. Funciona como costumbre, como actitud mental, como comportamiento. Finalmente, como adicción. Malentretenidos convivimos con ese desasosiego.

La bendita falta de ejemplos.  Otra de las quejosas comodidades argentinas anida en esta frase: “Lo que pasa es que aquí no hay ejemplos”. ¿Realmente no los hay? ¿No será que buscamos los ejemplos en donde no se debe?
Por un lado los buscamos en la perfección inocua de los próceres congelados en el bronce. Por otro lado los buscamos en los ídolos del espectáculo o del deporte, en la vidriera. ¿Tienen estos personajes alguna obligación de ser ejemplares? Por ejemplo, Diego Maradona y Charly García, como ellos dicen, ¿por qué divino motivo deben ser ejemplos de algo? Ya bastante tienen con alzar sus vidas.
Pero retomo la pregunta: ¿realmente en nuestra sociedad no hay ejemplos? Seguro que los hay, pero no nos apetecen, nos resultan desabridos porque no están dorados por el refulgente éxito o por la fama o por las hazañas épicas. Tantas veces a esos ejemplos los tenemos en la misma familia, en el mismo edificio, en la misma manzana barrial. Pero, ciegos estamos para lo primordial, para lo que está más acá de nuestras ambiciosas narices.
 
Entre el optimismo y el escepticismo.  Los estados de optimismo y escepticismo, naturales a las condición humana, se suelen agudizar en la condición argentina. Esos estados funcionan como una comodidad porque delegamos las responsabilidades en esos dos ánimos polares, siempre inconsistentes. Entre el optimismo y el escepticismo, nos columpiamos. No hacemos pie, nos resulta bajito, desabrido el suelo.
El optimismo que curtimos está dictado por la obligación del éxito. A esa obligación la degeneramos en una fatalidad al revés. Esto nos pasa cuando nos creemos aquello de que estamos “condenados al éxito”. Y aquí entra a tallar nuestro peligroso complejo de superioridad. Porque quién nos quita de la cabeza que sí, que estamos condenados al éxito. Ni se nos da por pensar que el éxito es más fugaz que la vida, que es fugaz. Esa suerte de optimismo patrio no tiene nada que ver con la esperanza que, bien entendida, es un trabajo, una construcción ardua.
Resulta que nuestro electrocardiograma anímico tan pronto nos alza como nos derrumba, y vuelta a vuelta nos lleva a no permitirnos la esperanza sembrada. Es entonces cuando bajamos al “esto no lo arregla nadie”, al escepticismo, otra comodidad. Y deshojamos las frases de siempre: “Este país no tiene cura”, “No hay caso, no aprendemos más”, “Lo mejor sería quedarnos con el obelisco y alquilarle el país a los japoneses”.
El escepticismo hasta podría verse como una saludable autoexigencia, pero por lo general, más que una actividad de la lucidez, es una justificación del cansancio y/o de la impaciencia adolescente. Ojo al piojo, cuidémonos especialmente de nosotros: la impaciencia aplicada con urgencia sobre el presente hasta suele ser reaccionaria. El presente no siempre tiene responsabilidad y culpa de lo que pasa en él; el presente es presente pero antes es consecuencia. Consecuencia modificable, si es que el albedrío existe y si es que para entonces no hemos sido borrados del mapa, globalización mediante.

3.  Mujeres de la Vida
Es más que probable que el lector se pregunte con reclame por qué entre estas células de identidad no hay un capítulo para alguna madre abuela de Plaza de Mayo. A lo largo de los años entrevisté a varias de ellas, desde Bonafini a Carlotto (o viceversa). Me viene al caso confidenciar algo referido a los vaivenes en la gestación, por así decir, a la interna de este libro: a la hora de elegir un personaje, una Madre Abuela de Plaza de Mayo, no conseguí decidirme. La intensidad de cualquiera de estas mujeres me desbordó. Recuerdo que una de ellas, interrogada sobre la humana posibilidad de darse por vencida y bajar los brazos, sobre su natural cansancio e impotencia en la búsqueda del hijo vivo o del hijo muerto, o del nieto, soltó esta respuesta: Si, muchas veces me sentí impotente, pero seguí, porque a mí la impotencia me da fuerzas.
Viendo que no resolvía el dilema de cuál Madre Abuela elegir, pensé resolverlo dedicándole un capítulo reflexivo, un entreParéntesis. Pero tampoco eso me convenció. A partir de ahí empecé a pensar que, a la hora de elegir significativas células de identidad entre las Madres Abuelas, esta cantidad de intensidades podían, y debían constituir un libro entero. Y eso me prometo hacer, desde ya sabiendo que hasta el libro entero será escaso, insuficiente.
Finalmente, como se está viendo, ni elegí un personaje entrevistado, ni les dediqué un capítulo entreParéntesis: me ganó la impaciencia y, aunque resumida, decidí traer la reflexión a este Umbral que oficia de prólogo.
Es posible que a ciertos lectores, como a ciertos comunicadores, el tema de las Madres y el de la recuperación de sus nietos con identidad secuestrada los tenga hartos. Piensan que “al pasado hay que dejarlo en paz”. ¿Qué paz genuina se puede conseguir en un país sembrado de miles de muertos sin sepultura?
Estoy entre los que piensan y sienten que cada una de estas prodigiosas “chifladas” es una imprescindible célula de identidad. Tzvetan Todorov escribió que “un país que ha albergado campos de concentración tiene el corazón comido por los gusanos”. Pregunta que nos cae en la mollera: los tejidos del corazón, comidos por los gusanos ¿pueden reconstituirse?
Pueden, siempre y cuando afrontemos, sin feriados, la memoria. Sin esa memoria intensa el corazón agusanado seguirá siendo lo que quedó: un agujero sin latidos.
Sembrados para la confusión, desde los medios descomunicadores se trabaja para hacernos creer que memoria es sinónimo de venganza y retroceso. Dejémonos de coartadas: la memoria no es retroceso, es todo lo contrario. Porque sin memoria la insoportable historia se repite. Y tropezamos dos y tres y veinte veces con la misma piedra, hasta hacernos polvo. La desmemoria nos asegura ser un conato de sociedad, una aglomeración cuya única actividad cívica es la digestión.
Pienso y siento como inevitable la valoración exaltada de estas chifladas primordiales, por lo que nos significaron desde nuestro ingreso al limbo del infierno en 1976. Ellas, como nadie, encarnan células de identidad que, además de bucear en el océano de la indiferencia las identidades secuestradas de sus nietos, posibilitan que nuestra sociedad no haya extraviado su chance de vivir con identidad.
Lo digo en un párrafo aparte: en un mundo, en un tiempo, en un país acostumbrado a eufemismos como “guerra preventiva” (guerras que son genocidios), como “efectos colaterales” (para nombrar la aniquilación de niños, de mujeres, de ancianos, en fin, de humanos), como “interrogatorios exigentes” (para nombrar a la tortura), en un mundo así de cínico y violento y destructivo lo que hicieron estas mujeres desafía a los adjetivos. En esa búsqueda sin feriados impusieron la prepotencia de la paciencia. Nos demostraron y nos enseñaron (¿habremos aprendido?) que la paciencia no sólo no es resignación, es lo contrario.
Nunca será tarde para preguntarse: ¿Qué sería de nosotros si ellas, las Madres, no hubieran existido? ¿Qué quedaría de nosotros, de nuestra identidad si ellas no hubieran salido a vadear la condición humana desnucada, a ser linternas en medio de la más eterna de las noches? ¿Qué sería de nosotros? ¿Qué?
¿Seríamos algo más que un agujero con forma de mapa? ¿Estaríamos de pie? ¿Estaríamos en cuatro patas? ¿Estaríamos?

Concluyo con esto, que debió ser un capítulo adentro de este libro y que la impaciencia me hace traer a este Umbral:
Dejemos de hacer de la digestión nuestra única actividad cívica. Tiempo es de ver qué está pasando con nuestros distraídos corazones tan mordidos por los gusanos. Sólo estas chifladas de identidad, las prodigiosa Madres Abuelas, tienen el pan para reconstituir nuestros tejidos del corazón. Ellas nos enseñaron, nos enseñan, sin palabras, con puras acciones, que la dignidad es la última cornisa de la condición humana, de la condición argentina. Ellas siempre supieron que la piedra no tiene la culpa de la pedrada. No recularon ante el abismo desfondado; tan locas, ellas se pusieron a sembrar ese abismo. Nos enseñaron, nos enseñan, ellas, que la memoria es la manera más ardua de la esperanza. Ellas, hondísimas células de identidad, porque no se casan de resucitar. Ellas, tan denodadas parteras, mujeres de la Vida.

4  De fútbol somos
En la travesía para vislumbrar el ADN del homo argentino, además de las células de identidad con nombre y apellido, individuales, soy del parecer, como tantos y tantos, que el fútbol no debiera dejarse a un costado. Más allá de lo evidente, del fenómeno cuantitativo, se lo venere o se lo aborrezca, el fútbol es una extraordinaria herramienta de conocimiento. Me atrevo a decir que la de mayor posibilidades, la más alumbradora. Es por eso que en este libro le dediqué un capítulo, un entreParéntesis entero.
No se lo confunda con una exageración propia de fanático futbolero. Por empezar digo que una sociedad, cualquiera sea, es un organismo respirante. La respiración sucede en dos actos ineludibles: inspiración y expiración. El fútbol sobre todo expiración. No todo puede ser cálculo y cerebro, hay una parte que se suelta de lo racional y tiene que ver con el puro impulso, con el alarido, con el mismo orgasmo.
Vuelvo sobre el fútbol como prodigiosa herramienta para conocernos más y mejor. Escribo “prodigiosa” y otra vez merodea la sensación del disparate o de la exageración. Más allá del juego y de la competencia como tal, nos guste o nos disguste, lo entendamos o seamos analfabetos de él, propongo que observemos el fútbol como un (otra vez la palabra) prodigioso espejo de nuestros comportamientos.
Por favor, no rompamos el espejo. Antes afrontemos un interrogante que ya tenemos sobre la mesa: ¿Qué actividad humana, deportiva o no deportiva, puede espejarnos, puede servir mejor que el fútbol para conocer cómo somos y cómo no somos, cómo parecemos y cómo mutamos? Sigo: Qué actividad humana puede espejar con más eficacia, con más intensidad los modos de expresar la violencia en las distintas escalas sociales; o nuestras supersticiones convertidas en religión y la religión convertida en supersticiones; o nuestros banquinazos y vaivenes emocionales; o nuestra naturaleza agudamentree cicloanímica; o nuestro triunfalismo y derrotismo; o nuestras euforias patrias que resultan depresiones al revés; o los comportamientos invertebrados por los intereses de nuestros pulpos medios de descomunicación; o nuestro racismo larvado disimulado por la hipocresía; o nuestra propensión a dormirnos en los laureles que, a veces, supimos conseguir; o la vulnerabilidad que nos hace saltar del podio a la cloaca; o nuestra capacidad de recuperación y hasta de resurrección…
No, por favor, no seamos desagradecidos con el espejo; no lo escupamos, no lo desfiguremos contra el suelo. El espejo es inocente de toda inocencia. Sencillamente nos avisa lo que hacemos y no hacemos, lo que vamos siendo; nos muestra y nos demuestra. Nos guste o no nos guste, el fútbol puede ser un aleph, puede constituirse en la más formidable herramienta para el conocimiento de la condición humana, en este caso, de la condición argentina. No lo menospreciemos, no lo despreciemos a la hora del necesario análisis, del ejercicio del pensamiento reflexivo.
Y además viene al caso decirlo: ya es tiempo de que dejemos de considerar literatura de cabotaje a sus ficciones. A través del fútbol podemos alumbrar nuestras mañas, nuestras trampas, nuestros complejos de superioridad y de inferioridad, nuestras virtudes a consolidar, nuestros sueños a sostener.
En ese menosprecio que en realidad es desprecio, los académicos almidonados, los eternos propietarios del bendito “canon”, esos intelectuales que no pasan de intelectualudos, ejercen una desgraciada suerte de discriminación racista hacia la esencia de lo popular.
Pese a todo el fútbol sigue estando ahí, como el mejor espejo, a disposición de nuestra lucidez a la hora de alumbrar nuestra identidad, de dar con nuestro ADN.
Con mi propuesta de reconsideración del fútbol, dejo interrogantes sobre la mesa:
La condición humana en general y la Argentina en particular, si el fútbol no existiese, ¿sería peor, sería igual, sería mejor?
Eso que llamamos civilización y tolerancia y respeto por el otro, ¿estaría, aunque más no sea, un escalón más arriba?
Si el fútbol no existiese, ¿no habría hambre ni genocidios preventivos ni analfabetismo endémico, no habría enajenación a través de la analfabetización mediática?

5.  Complejo de superioridad, ¿o de inferioridad?
Ya con más de dos siglos de edad, es momento de preguntarnos si hemos terminado de superar ese pavote y dañino complejo, el de superioridad. Sin que ellos lo hubiesen siquiera imaginado, cuando no fue por Fangio fue por Maradona, el complejo pegó un estirón y encima engordó. Lo que era grasa lo tomamos por musculatura. Entre siglo y siglo, bajados del caballo por las calamidades económicas, pareció que se nos apaciguaba el artilugio, tan extendido y acatado, de que Dios es argentino. Pero de pronto el sumo Papa resulta que vino argentino, y encima futbolero. Y entonces otra vez dale que vamos. Al parecer no tenemos escapatoria: ¿No será que estamos sin anticuerpos, demasiados propensos, casi condenados a ese insistente complejo de superioridad?
Este complejo, más allá de su costado pueril, ¿qué nos viene disimulando, ocultando? 
¿No será tal vez que el complejón termina siendo una coartada que oculta un flor de complejo de inferioridad? (el que nos vino de tanto mirar las lejanas excelencias de Europa y de tanto desmirar las cercanas esencias de Suramérica).
Para qué andar amortiguando la presunción: es muy posible que nuestro
complejo de inferioridad se manifieste a través de nuestro voraz esnobismo; esnobismo que tantas veces elogiamos como es el estar muy abiertos y permeables a todo lo nuevo y lo lejano, por ejemplo, en el orden artístico. Otra paradoja en este emporio de paradojas que somos: extraordinariamente receptibles para que lo brota y sucede en la vieja Europa y en los Estados Unidos, en simultáneo hemos estado enconadamente cerrados para aquello que brota en el país interior y, por extensión, en la América latina. América pendiente que, venimos a enterarnos, como el sur, también existe.

6.  ¿Dios es argentino?
La expresión es bastante más que una frase de ocasión: muy en el fondo anida la convicción de que así es. Por eso aquí le dediqué desde la reflexión y la ficción un capítulo, un entreParéntesis.
Superados los dos siglos de edad, ya va siendo tiempo de averiguar cuál es la semilla, de dónde nos viene esa certidumbre sobre la nacionalidad de Dios. Qué nos pasó para que nos colgáramos del ruedo de esa extendida superstición (convicción) que nos ha enredado a la certeza de que Él nació precisamente aquí.
Aquello que podría ser un simple dicho, con el tiempo se nos convirtió en una fuerte superstición. Por esa superstición los habitantes de este pedacito de mapa transferimos, delegamos responsabilidades como son las que se necesitan para amasar nuestro destino, sin que este caiga del cielo, regalado.
En otras palabras, el “Dios proveerá”, abrochado a la creencia de que “es argentino”, no nos ha beneficiado en la ardua tarea de modelar de nuestro zigzaguente carácter. Resumiendo: damas y caballeros, la creencia o superstición de que Dios es argentino nos salió por la culata. Según pasan las décadas con sus generaciones, tamaña creencia nos condenó a adolecer adolescencia.

7.  La maldita bendición
A la vista de nuestras ilusiones estafadas, a la vista de nuestro miedo a la esperanza con el que arrancamos el siglo 21, a la vista del fiasco de nuestro errático ser nacional, ¿qué sería lo más saludable, lo mejor que podríamos hacer?
Antes que nada, relacionarnos de otra manera con la esperanza. De ese modo tal vez empezaríamos a coagular en una comunidad, es decir, en algo más que una aglomeración impaciente, desmemoriada y quejosa. Aunque no se note, le tenemos idea, miedo, a la esperanza. Secuela de esa década del ’90 cuando, sin pestañear, nos despojaron desde afuera y cuando lo más campantes nos despojamos desde adentro.
Pero para relacionarnos de otra manera con la esperanza antes tenemos que aprender que la esperanza no depende de milagros que caen de los altos cielos, depende de nuestra siembra, de nuestra paciencia. Siembra sinónimo de paciencia. El sabor de esas palabras no suele congeniar con nuestro paladar. 
Lo otro saludable, imprescindible, sería afrontar la muy evidente evidencia de que, para el caso que exista, Dios no nació aquí. Que no, que no es argentino.
Pero, ya que insistimos en esa creencia, tendríamos que revisar el tiempo verbal: para el caso de que exista, ese mentado Dios ¿es, sigue siendo o era argentino?
Por otro lado: ¿no será que le llamamos Dios a la mera casualidad geográfica, a la bendición de los cuatro climas, al subsuelo con petróleo, a las entrañas con minería, a la humedad de la pampa húmeda, a tantas bendiciones que el azar nos regaló?
Y aquí está el nudo de nuestra cuestión: tantas bendiciones que redondeando se resumen en la denominada “bendición de ser argentinos”, se nos convirtieron en un búmerang, nos salieron por la culata. ¿Por qué? Porque ese manojo de privilegios divinos nos durmió en laureles que no supimos conseguir.
El caso es que seguimos adoleciendo de adolescencia porque no nos resolvemos de una buena a vez a considerar si la bendición de ser argentinos no ha sido, a la corta y a larga, una maldición.
El subtexto, casi sinónimo de bendición, es privilegio, situación de superioridad. Sentirse privilegiado y superior es un pasaporte hacia la renovada inmadurez. La acatada bendición es una suerte desgraciada; lo que entendemos por bendición nos relaja, nos socava, nos engrupe mal.
El azar es la careta de un Dios que inventamos argentino. Ese azar no es un mérito. Mérito es lo conseguido sin el supuesto patrocinio celestial. Las abundancias, reales o supuestas, suelen extraviar rumbos y apelmazar voluntades. Inflan, adiposan y así es que nos convertimos en meros portadores de un ego obeso; nuestras rodillas sufren las consecuencias. Esta portación de ego, en nuestro caso excede cualquier variante de nacionalismo. Por momentos hasta llegamos al colmo de ser cholulos de nosotros mismos.
Dicho de otro modo: ¿no será que nuestra figurada bendición, cuando se nos hizo crónica, mutó en nuestra real maldición? (Al decir esto estoy desembocando en el título de un libro que desde años vengo almacigando: La maldita bendición de ser argentino.)
Desactivar la idea de maldición exige antes desactivar la creencia de bendición. Mientras como sociedad estemos estacionados en la maldita bendición seguiremos adoleciendo de adolescencia, acunándonos en el consuelo de ser los más inexplicables del mundo.
Para que cumplir años signifique no sólo tener más edad, sino crecer, debiéramos tomar en consideración algunas cositas, por ejemplo: ¿y si empezáramos a superar esta dispersión que insistimos en elogiar llamándola “individualismo”?
¿Y si ejercitáramos una solidaridad que no sólo salga a relucir a propósito de las grandes catástrofes?
¿Y si probáramos un vivir por el lado de la humildad? ¿Y si afrontáramos la épica de lo sencillo? (Humildad y sencillo, son dos palabras que, como siembra y paciencia, tienen un sabor que no congenia con nuestro paladar.) 

8.  Perdón, ¿y las virtudes?
En este intento para arrimar un racimo de personajes con rango de células, al demorarme en algunas reflexiones sobre nuestra identidad me he detenido especialmente en la consideración de falencias, veleidades, comodidades y defectos de la condición argentina. Es más que probable que haya cundido entre los lectores la impresión de que he abundado mucho más en la columna del “debe” que en la del “haber”. Desde ya que la impresión es acertada. Entonces, ¿este texto debiera interpretarse, como promedio comunitario, que nuestros defectos son tan abundantes y arraigados como escasas y fugaces nuestras virtudes?
Ruego que no nos aflijamos ni nos enojemos por la inclinación de este texto: también esa inclinación es un rasgo argentino. Eso sí, espero no haber caído en el regodeo crítico ni en la impiedad.
Por otra parte pienso que ya nos vendrá el tiempo de demorarnos en el alumbramiento de nuestras virtudes sin tanto riesgo para nuestro ego. Para que esas virtudes –que las hay las hay– nos sirvan como comunidad que aspira a ser algo más que una aglomeración, que un conato espasmódico, por el momento dejémosla tranquilas.
Por lo demás, las virtudes cuando son tales se reconocen en la acción, no necesitan ser exaltadas ni enarboladas; pueden prescindir de eslóganes y estribillos.
Una virtud imprescindible será mirarnos en el espejo sin pestañear y afrontar nuestros defectos sin regodearnos en eso. La autocrítica es una necesidad pero no una actividad excluyente. Porque si así la ejercitáramos estaríamos incurriendo en ese otro modo de la vanidad que es el masoquismo. Habríamos pasado de mirarnos a tiempo completo el precioso ombligo a clavarnos puñales mañana, tarde y noche, siesta incluida. Dejémonos de puñales, la sangre nos hace falta en su sitio: adentro de los cuerpos,
circulando,
haciéndole caso al porfiado entusiasmo de nuestros corazones.

9.  Los más, siempre los más
Hace un buen rato de párrafos mencioné el último consuelo patrio, con el que los argentinos, desarropados y desesperanzados, entramos al siglo 21. Tal vez por el asunto de los cuatro climas y aquello del “granero del mundo” y otros privilegios que nos concedió el bendito azar de este mapa, los argentinos fuimos criados, según pasaban los años con sus generaciones, bajo aquella generalizada convicción de que éramos los mejores del mundo. Lo grave del caso es que no sólo lo decíamos, lo sentíamos; algunas hazañas deportivas ecuménicas colaboraron para que ese delirante sentimiento se hiciera crónico.
Pero, por más que seamos argentinos, no hay delirio que dure cien años. Doblegados por la adicción al dólar (como religión y medida de todas las cosas) y volteados además por otras perversiones y calamidades, sumado eso al despojo desde afuera y a la obscena despojación entregadora desde adentro, en uno y en otro caso, neoliberalismo mediante, nos convirtieron y nos convertimos en un conato de país deshilachado. La realidad, ineludible, terminó por alcanzarnos y eso, tan doloroso, tuvo su función positiva: consiguió bajarnos del caballo, por fin. Bajarnos con un porrazo; ya al ras de la inclemente realidad, empezamos a regodearnos afirmando que éramos los peores. Pero también esa ilusión, culposa y fanfarrona, se nos derritió. Demasiado sol en la patria idolatrada…
Pero nuestro ego es duro de pelar, no amainó: a continuación, ya en la bisagra de los dos milenios, empezamos a encontrar consuelo en proclamar, sacando pecho y pechos, con indisimulable orgullo, que somos los más inexplicables del mundo. De cualquier manera, damas y caballeros, siempre los más.

10.  El interrogante en remojo
Al comenzar este levensayo que es más umbral que prólogo, puse en remojo un frecuente interrogante: ¿En qué consiste ser argentino?
Llegado el momento de responder con la irresponsable velocidad a que estamos acostumbrados, advierto que mi respuesta puede derretirse en un fiasco, en una güevada barnizada de ingeniosidad. Porque no se me escapa que dar respuesta con una frase concluyente significaría claudicar una vez más a la tentación de ese hábito, tan nuestro, que es el de eructar eslóganes autoreferenciales.
Creo que a lo sumo podríamos decir, dejando la puerta bien abierta a la reflexión, que ser argentino no es nada del otro mundo. Es algo que le puede pasar a cualquiera.
Pero el caso es que nos pasó a nosotros, y es innegable que nos viene resultando muy entretenido. Tan fácilmente entretenidos, resulta que se nos van pasando las generaciones, y con ellas la vida misma, cumpliendo años y edad, que no es lo mismo que crecer.
Tanto daño nos viene haciendo creer que somos los más mejores del mundo como creer que somos los más peores. Por favor, intentando evitar lo uno y lo otro no vayamos a caer en el vanidoso consuelo de considerar que somos los más regulares.
Nuestra gran cuenta pendiente consiste en desalojar de nuestra convicciones ese renovado los más, siempre veleidoso y pueril; pueril porque veleidoso.
Desactivar ese los más, piensan algunos, puede llevarnos a otros engaños de la vanidad. Estemos bien atentos: no confundamos el hacer la digestión con una actividad cívica

Si ni superiores ni peores ni regulares, si ni lo uno y ni lo otro ni lo de más allá, ¿qué nos queda?
Nos queda ser y dejar de parecer. Parecer, eso que tanto nos desvela.
Ser, pero no de la noche a la mañana, sino sembrándonos, sembradamente. Tarea esta muy ardua para nuestro temperamento, para un modo de vivir en el que siembra es sinónimo de paciencia, es decir, de intolerable lentitud.   

Después de tanto, después de todo, no estaría de más salirle al cruce a una duda inquietante: al fin y al cabo, ¿existirá el ser nacional?
¿O será que estamos soñando con que somos argentinos?
En tal caso, realmente, ¿nos conviene despertar?
Soñando o despiertos, algo debiéramos tener muy presente: que ni al espejo ni al destino se los puede coimear.

En el abril del 2014
R.B.

CONTRATAPA

¿Qué significa ser argentino? ¿Es cierto que somos los mejores del mundo? ¿O que somos los peores? ¿Por qué nos consolamos diciendo que somos los más inexplicables? Y el ser nacional, ¿existe o es solo un sueño?

Rodolfo Braceli se mete de lleno en una de las dos grandes pasiones argentinas (hablar de nosotros; la otra es que hablen de nosotros) y afronta esas y otras cruciales preguntas. Y para hacerlo recurre a sus conversaciones con una veintena de grandes personajes de la Argentina: los elige porque representan células de nuestra identidad.

En este revelador libro, el lector se encontrará con Favio y su ternura, la Sarli y su candor, Maradona, Charly y Piazzolla y sus desmesuras, Sandro tallando su idolatría, Gelman destripando palabras y el Flaco Spinetta desnucando límites, la Negra Sosa con su paradoja: venerada por multitudes pero tan sola; Alberto Olmedo jugando en la cornisa, Alicia Moreau noviando con el futuro, entre otros.

Un libro que atraviesa emociones y provoca la reflexión. Una propuesta atrevida, para un singular abordaje del ADN argentino.

“Braceli inventa a partir del lenguaje y de las situaciones. Posee un extraordinario don de comunicación, emociona sin hacer gestiones para emocionar. Es un talento.”
Antonio Di Benedetto


“Medita con profundidad, ¡y con gracia!, sobre lo esencial de nuestra vida. Además, su excelente prosa es un raro ejemplo de antisolemnidad y hondura.”
Héctor Tizón


“Braceli me hizo el mejor reportaje de mi vida. Nunca me pasó algo así.”
Adolfo Bioy Casares

OPINIONES

JOSE LUIS MENÉNDEZ (poeta, ensayista)

Cuando la oferta editorial abunda en obras preparadas para decir lo que, supuestamente, los usuarios de libros apetecen, es decir, un coctel de  pornografía, drogadicción,  amores apaleados o lecciones de “autoayuda”, como parte de una realidad inexorable y banal, Braceli se mueve a contramano.  Y logra, pese a ello,  hurgando en otras vidas, como hace un niño con sus juguetes más preciados, relatos superiores -esos cuya lectura, una vez iniciada ya no se puede abandonar.

Parte de un interrogante desmesurado, como indagar sobre la “condición argentina”. Y después juega, con sus “collages” exquisitos, tejiendo la ficción de que su pregunta tiene respuesta. Se vale para ello de una serie de personajes instalados, sobradamente, en la memoria de los argentinos. Su gran secreto es no mostrarlos tal como se los recuerda sino en lo mejor,  lo más escondido… aquello que la mayoría de la gente desconoce. Y curiosamente, al presentarlos así, en su tono más íntimo y leve, los humaniza, los ubica frente a la misma perspectiva del lector, y al igualarlos, los agranda.

El lector, entonces, tiene la chance de aprender, casi inadvertidamente, de los personajes revelados. Siente placer por lo que lee y lo que descubre, otra persona que se le parece, que ha tenido errores, dudas, frustraciones, como las propias, y que sin embargo reviene como una imagen tutelar, donde se ve a sí mismo, y al mismo tiempo, se mejora.