Argentinos en la cornisa (Ensayo periodístico / Reportajes y entrevistas)
Editorial Aguilar, Buenos Aires, 1998
(Ver Opiniones)
 
 

ÍNDICE de personajes
José Luis Cabezas / Horacio Fontova / Astor Piazzolla / Leonardo Favio / Pancho Dotto / Niní Marshall / Carlos Bilardo / Oliverio Girondo / Narciso Ibáñez Menta / Cris Miró / Nicolino Locche / Fito Páez / Fangio, Gálvez y Di Palma / María Inés Rivero / Julio Bocca / Enrique Mono Villegas / Luis Politti / Norberto Napolitano, Pappo / Oreste Omar Corbatta / Guillermo Nimo / Mercedes Sosa / Aníbal Troilo Pichuco / León Gieco / Miguel Repiso, Rep / Alberto Olmedo / Roberto Sánchez, Sandro / Osvaldo Soriano / Susana Giménez / Jazmín Giménez Roviralta / Valentín Céspedes / Democracia / Juan Gelman / Adolfo Bioy Casares / Oscar Ringo Bonavena / Ernesto Che Guevara / Diego Maradona / Charly García / Poema de Diego M. para Charly G. / Epílogo a 40 voces.

PRÓLOGO, por Jorge Fernández Díaz
UNA GRAN NOVELA SOBRE EL SER NACIONAL VERTEBRADA CON REPORTAJES, RETRATOS DE ALMAS.

Todas las tardes de todos los días de todos los meses del año, aparecía después de la siesta en puntas de pie, atravesaba nuestra redacción como un fantasma y se escondía detrás de su escritorio.
Convenientemente inadvertido en ese mundo de corridas, malasangres, teléfonos histéricos y cierres impostergables en el que vivíamos sumergidos, Rodolfo Braceli desensillaba, abría su misterioso bolso lleno de papeles, libros y casetes, y extraía los restos de un prodigioso encuentro con Gabriel García Márquez, un tramo existencial de Alfredo Alcón o un diálogo postrero con Tato Bores o Niní Marshall, y comenzaba a batallar contra el teclado de la vida.
Lo íbamos descubriendo de a poco, cuando la razón abría grietas en nuestra neurosis periodística y nos dábamos cuenta de que ese hombre bajito y rotundo, cifrado en anteojos y bigotes gruesos, con manos de boxeador y cortesía de poeta,  trabajaba de otra cosa. Vivía en otra dimensión. Hablaba, pensaba y escribía en otra frecuencia. Se daba a sí mismo la libertad de ser distinto en un oficio pervertido por la idea obsesiva de uniformar el lenguaje.
Como se sabe, los que unifican la forma terminan por unificar el fondo. Y Braceli es esa resistencia. Y es, a la vez, la enorme virtud de hacer perdurable lo pasajero: mezcladas con notas de actualidad, sus páginas resplandecen, dejan la inequívoca sensación de que son imperecederas, de que van larvadamente urdiendo un libro, un mosaico, una Argentina.
¿Cómo se hace todo eso?  Seguramente, no me perdonará el mago que revele en esta página sus secretos. Pero voy a arriesgarme.
Hay, como bien aseguran los teóricos, dos clases de reportajes. El reportaje de anécdotas y el reportaje de ideas. Braceli creó una nueva categoría: el reportaje de climas. No convoca a los grandes personajes de este país para que repitan anécdotas ni ideas aprendidas de memoria, sino para envolverlos en un clima extraño donde las anécdotas vienen de sitios recónditos del inconsciente y las ideas nunca antes fueron expresadas. Todo, entonces, puede ser posible. Desde que Marcelo Tinelli confiese, y después se arrepienta de confesar, que es sonámbulo y víctima de recurrentes pesadillas de terror, hasta que Amalita Fortabat revele que su hobby secreto consiste en escribir testamentos para llorar con ellos, leérselos a sus parientes y amigos, y después romperlos.
En nuestra redacción lo llamábamos instintivamente El Gaucho. En primera instancia, porque quizá nunca dejó de ser visceralmente un mendocino en el exilio. Y en segundo lugar, porque sabemos que sobrevive en él algo de aquel paisano de Luján de Cuyo que fue y será.
Braceli es, efectivamente, un gaucho. Leal y honesto hasta las lágrimas, pero también pícaro, suspicaz, e irresistiblemente taimado: ninguno de sus entrevistados sale indemne. Lo veo acercándose cautelosamente al caballo, dando vueltas alrededor suyo, acariciándolo, convenciéndolo con monosílabos y montándolo cuando menos se lo espera.
Y me consta que Braceli va desnudo a esa faena. No lleva cuestionarios, ni notas de archivo, nunca pacta nada, y le cuesta resignarse al grabador. Quizá porque, sin criticar a algunos de sus colegas, los critica de hecho cuando dice: “No soy un grabador. Eso es fácil: cincuenta dólares, un casete y dos pilas”.
El Gaucho es un adivinador. Siempre les saca a sus entrevistados de la punta de la lengua los sentimientos que ocultan. Se los queda mirando, les dedica una interjección, los incomoda con ese uso desesperante de los silencios, y deja que pisen el palito. Cuando lo pisan, los deshilvana, los conduce, los ametralla. Practica una suerte de psicoanálisis campero. Y tiene por máximo objetivo retratar el alma. Sus reportajes son entonces la utopía de asir lo inasible. Deja, a menudo, que el azar meta la cola. Y el azar, en las entrevistas de Braceli como en las novelas de Paul Auster, siempre es socio del Diablo. Aldo Rico lo aprendió dolorosamente: rechazó con displicencia castrense la posibilidad de hablar de Gandhi y pidió hablar de San Martín. Y entonces, el Gaucho esgrimió tres o cuatro citas del Santo de la Espada a favor de la paz, la libertad, los libros y la razón. E hizo dudar con ellas al hombre que se jactaba de no dudar. Fue, recuerdo, un reportaje lapidario con un final abrupto.
Pero el rompecabezas estaría incompleto si sólo comparecieran mujeres y hombres famosos. Braceli coloca en pie de igualdad a desconocidos de siempre, ciudadanos comunes o extraordinarios, pero invariablemente anónimos. Un hachero del monte chaqueño puede entonces transformarse en un filósofo que nos ayude a comprender cuestiones fundamentales de la vida moderna.
Valentín Céspedes, el hachero en cuestión, es un paradigma. Su aparición pública fue conmocionante: lejanos lectores me recitaban de memoria, muchos meses después de aquella célebre entrevista, pensamientos completos de ese hombre sencillo pero profundo.  El Gaucho consiguió que Céspedes fuese nominado como uno de los personajes del año, y que compartiera la tapa de la revista Gente con las festivas estrellas del mundo del espectáculo. Ese día se lo presentó a  Bioy Casares, y fuimos testigos de un emocionante diálogo a media voz, a salvo del ruido y de la frivolidad, entre dos hombres sabios, entre dos caballeros, entre dos argentinas que se daban la mano.
Hace diecisiete años que soy periodista. Trajiné muchas redacciones, conocí entrevistadores de toda calaña y periodistas más o menos geniales pero siempre esforzados. Con Braceli me di cuenta de que la inspiración en periodismo es posible. Ya no trabajamos juntos, pero aún lo recuerdo fascinado frente a su pantalla con las musas dictándole los adjetivos.
Esas musas nunca le fallaron. Tiene la maravillosa impudicia de haber escrito unos veinte libros, y de haber practicado con idéntica suerte e impunidad el teatro, la poesía, el cuento, la novela y el cine. Pero como a menudo ocurre en nuestro país, es en los márgenes donde con más intensidad se manifiesta la verdadera literatura. Y precisamente en esas orillas navegan sus extraños reportajes, que por prudencia técnica (“habría que prohibir en las escuelas de periodismo hacer lo que yo hago”) derivaron en simples “conversaciones”.Y éstas en “posdatas”, poemas libres con frases del entrevistado sacadas de contexto y ordenadas en versos inolvidables. Poesía extirpada de la realidad. ¿No es poesía, acaso, “hace mucho que no me caigo a un pozo soñando”, que le confesó Olmedo un año y medio antes de caerse para siempre?
Walsh se anticipó a Capote, a Mailer y a todos los teóricos de la non fiction cuando aseguró que la realidad y la ficción podían ser sometidas, con igual profundidad y validez, a los rigores de la literatura. Braceli, uno de los entrevistadores más originales y sensibles que ha dado el periodismo argentino, lleva a la práctica ese postulado, convirtiendo el simple reportaje de coyuntura en género literario. Cada entrevista suya tiene un montaje teatral y un diálogo novelístico lleno de claves secretas.
Vertebrados en este libro que de alguna manera hemos soñado juntos, me doy cuenta de que forman una gran novela sobre el ser nacional. Es sorprendente que, en medio de esta globalidad triunfante, cuando nos quieren sustituir la memoria y transformarnos en híbridos pobres del mundo, un gaucho devenido intelectual pueda hacernos reflexionar sobre esa condición tan pasada de moda.
La condición de argentinos.  

Fragmentos de la Introducción (por el autor)
SER O NO SER CORNISA

Antes de entrar en los personajes de este libro, propongo que reflexionemos sobre lo que significa ser o no ser cornisa. Con esto trataré de desactivar confusiones, algunas alimentadas por la ligereza, los prejuicios, el falso heroísmo y la comodidad de los lugares comunes.
Por empezar: creo que debiéramos hacer un esfuerzo para no adosarle a nuestro asunto una intención moral, un juzgamiento, una valorización ética. Según lo entiendo, ser cornisa no es una virtud ni es un defecto. Es un rasgo individual, una manera de estar cada uno en la vida de este mundo.
Por lo tanto, se puede ser o no ser cornisa sin ser mejor o peor por serlo o por dejar de serlo. Recontradicho y escrito ha sido: cada uno es lo que es: lo que quiere y lo que puede (siempre y cuando haya recibido el tan selectivo privilegio de la alfabetización y del pan de cada día y de cada noche).
En otras palabras: la condición de cornisa no asegura garantías ni de coraje, ni de decencia, ni de ética, ni de genialidad, ni de heroísmo. En todo caso, sí da garantía de intensidad en un determinado aspecto de cada personalidad.
Ser cornisa, tal como lo considero en la elección de estos personajes, consiste en una manera de estar y de ser mientras se transita la ráfaga de absurdidad fascinante que llamamos la vida.
El Pequeño Larousse Ilustrado no nos ayuda demasiado a la hora de encontrar un significado de la palabra. Se limita a un concepto sólo referido a la arquitectura: “Cornisa: adorno compuesto de molduras saledizas, que coronan un entablamiento”. Y añade: “Conjunto de molduras que coronan un edificio”. Evidentemente, la definición del más popular de los diccionarios no me sirve para identificar, o al menos perfilar, la índole de nuestros personajes cornisa. Porque mi elección de ellos nada tiene que ver aquí con una condición ornamental. Todo lo contrario.
Más próxima a mi intención y concepto está la raíz griega de la palabra cornisa, que alude a un rasgo final, entendido éste como rasgo extremo, asumido a fondo; no de vez en cuando, no según la conveniencia de las circunstancias sino continuadamente.
Por eso, aquí, cada vez que escribo cornisa me refiero, no a la designación de un sitio extremo sino de una actitud extrema. A una manera insistente, sin pausas, de ser y estar en estos parajes.
Esa manera, la de cornisa, desecha lo módico y asume siempre lo extremado. Y cuando digo extremado, reitero, no hablo de una orilla virtualmente peligrosa sino de una persistente y sostenida actitud. En todos los casos: de una manera extrema, agudizada, de afrontar la existencia. Y esa elegida manera no se permite ser tibia, ni es esporádica.
Ya se desprende por maduro: no es lo mismo estar en la cornisa que ser cornisa.
Se puede estar en la cornisa sin ser cornisa.
Se puede ser cornisa sin estar en la cornisa.
Aunque sea frecuente, no es obligatorio, imprescindible y fatal, que un cornisa viva en el borde, a disposición del inminente abismo.
Pero realmente, ¿se puede ser cornisa sin estar en el borde? Seguro que se puede. Y es más: se puede serlo viviendo, siempre, desde el nacimiento hasta la muerte, en la misma casa, sin salirse jamás del mismo pedacito de pueblo. Y si no, que le pregunten a Emmanuel Kant. También se puede ser cornisa viviendo, o sintiéndose vivir, completamente encerrado en una habitación, a ras del piso. Y si no que le pregunten a Franz Kafka, el de la metamorfosis.
Pero vayamos a ejemplos bien cercanos, a los concretos personajes de este libro. También se puede ser cornisa siendo extremadamente cuidadoso, prudente, cauteloso, precavido. Juan Manuel Fangio fue así. Esta vez, más que por ser el Picasso del automovilismo, más que por haber atravesado el vértigo de ser quíntuple campeón mundial de la Fórmula l, lo elegí por haber asumido en la vida una actitud extrema, aunque no precisamente referida a sus supremos record de velocidad. Su condición cornisa emerge, entonces, al adoptar y asimilar para todas sus acciones la prudencia, la cautela y la precaución en grado extremo. Como pocos, Fangio miró por el espejito retrovisor; como pocos, tuvo en cuenta sus limitaciones. El acelerador estuvo al servicio de su estrategia. Fue cornisa más por su capacidad de mesura que por su capacidad de riesgo. Su extremo, su intensidad, las aplicó a la prudencia. Era conservador, pero no medio conservador: lo era sin pausas ni reservas. Vivió casi 85 años y llevando una vida por demás austera. Una vez viajé en auto con Fangio por Buenos Aires: nunca anduve más despacio en un auto. Tampoco nunca, viajando tan despacio, atravesé tan rápido las atormentadas calles de la gran ciudad. No es casual: la mascota de Fangio en su oficina era una pesada tortuga de hierro.
A propósito: muchos cornisa encarnan notables paradojas: así como Fangio y su tortuga, podría dar otros ejemplos: Bioy Casares, tan elegante y discreto y tímido a lo largo de su vida, llegó a grados de confesión desacostumbrados entre nosotros. Nicolino Locche, tan intocable sobre el ring, ha sido demasiado vulnerable abajo del ring. León Gieco, un obsesionado por la solidaridad ha sido extremadamente insolidario consigo mismo.
Sigamos despejando confusiones al uso, pero con ejemplos de apellidos que no están, pero podrían estar, en este libro. Personajes polares, diametralmente opuestos, resultan ser cornisas: Sarmiento lo fue, y lo fue Juan Facundo Quiroga. Roberto Arlt y Jorge Luis Borges, tan diferentes en sus vidas, en los materiales de sus ficciones, en la sintaxis de sus pensamientos, fueron cornisas porque los dos actuaron extremadamente en el rumbo que cada uno había elegido: no importa el rumbo, sino la determinación y constancia con la que se camina.
Se puede ser cornisa del servicio o de la ambición. De la violencia o de la  ternura. Del vértigo o del sosiego. De la confesión o del qué dirán. De la vidriera o del retiro recoleto. De la poesía o del ridículo.
Los cuarenta personajes convocados en este libro transitan o transitaron sus vidas por las cornisas más diversas. En su casi totalidad los resuelvo con materiales propios, es decir prescindiendo del reciclado de entrevistas y crónicas ajenas. A estos materiales de primera mano los pude reunir a través de encuentros, entrevistas, conversaciones, que hice a lo largo de treinta años y pico.

El suicidio, ¿es imprescindible?
Sigo con otros ejemplos que nos ayudarán a desactivar una fácil y frecuente confusión. La condición de cornisa no implica morir joven, ni trágicamente, ni suicidio mediante. Se puede ser cornisa y vivir cien años, como Alicia Moreau de Justo. Se puede ser prolijo, puntilloso, educadito; se puede no decir ni escribir jamás una mala palabra y sin embargo ser absolutamente trasgresor, como Niní Marshall. Niní hizo lo que hizo y además se vivió noventa y pico de años. Si ella se hubiera suicidado, o consumido otra cosa que café y algún cordial licorcito, igual hubiese sido cornisa. Aunque no por eso, esencialmente. Lo suyo iba por otro lado: por su extremada capacidad para meterse, hace más de medio siglo, humor mediante, con asuntos que no se tocan, con lo que no se juega: la muerte, las sectas, los velatorios, las colectividades.
También se puede ser un trasgresor sin feriados y morir, justamente, en una visita al consultorio del médico. Esto fue realidad en el caso del Mono Villegas.

La confusión Van Gogh
Salgo por un momento de estos personajes cercanos para reflexionar un caso en el que se patentiza la confusión. Si uno nombra a Vincent Van Gogh salta como obvia su condición de cornisa. Yo me atrevo a afirmar: fue eso, sí, porque puso la mano sobre el fuego de una lámpara, porque se rebanó una oreja, porque un día se concedió un tiro en el corazón después de almorzar. Pero mucho más que por esos gestos terribles fue cornisa por su desesperado, porfiado, entusiasmo creativo y laborante, por su exasperado sentido común (que tanto reflejaban las cartas a su hermano Theo), por la terquedad de su entusiasmo. Vincent fue un cornisa por llevar, hasta el límite, su capacidad para nacer y nacerse cada día. Recordemos: “A fe mía que vendrá, que vendrá la primavera y será en horabuena”. O aquello de: “Mientras haya vivos, los muertos vivirán. Cuando el molino no esté más, el viento seguirá estando...”
Dije antes: también se suele conceptuar cornisa como sinónimo de muerte buscada. Otra ligereza: si hay un rasgo entre los rasgos que unifica a nuestros personajes es que todos, en cierta forma, son desesperados e intensísimos vividores de la vida. Ninguno de ellos se mueve a media máquina en el terreno o en la actitud que ha elegido para pisar y respirar este mundo.
En suma: que para la condición de cornisa no necesariamente cuenta sólo la intensidad y búsqueda implícita o explícita del riesgo de la muerte sino también, y no en menor medida, la intensidad y predisposición para el riesgo de la vida.
Vuelta a decirlo: la del cornisa es una actitud. Y esa actitud, para mejor o para peor (si es que existen lo mejor y lo peor), para bien o para mal (si es que existen, como el blanco y el negro, el bien y mal) no tiene nada que ver con la comodidad.

Más cerca de la definición
Cornisa, según lo propongo, no significa un error de vida, ni significa una virtual desgracia; no engendra necesariamente una situación dramática que desembocará en tragedia: cornisa es una frecuencia, no un lugar; es una actitud crucial, no un sitio. Cornisa es una instancia, una elección, una manera de hacer y, en definitiva, una manera de ser.
Asimismo: a la imprudencia, a la obsesión, a la porfiadez, a la insolencia, tenemos la costumbre de señalarlas como errores. ¿Podríamos tener a bien reconsiderar esos cómodos prejuicios? ¿Podríamos empezar a pensarlas como formas de vida, si se quiere, formas encarnizadas de vida?
Sigamos amasando nuestra definición: ningún cornisa es módico en el ejercicio de la actitud extremada que elige para vertebrar su conducta, su vida misma. Ningún cornisa actúa a media máquina, ni de vez en cuando, ni en cómodas cuotas mensuales. El cornisa no usa rueditas de apoyo para andar en bicicleta. No lo es un ratito con red y un ratito sin red.
El cornisa se recibe de tal cuando lleva la frecuencia de la exageración a la categoría de pasión. A propósito de pasión, aclaremos: a veces la pasión expresada como calentura y también, por qué no, a veces la pasión expresada como sostenida frialdad. Pasión, nunca el más o menos. La comodidad nada tiene que ver con la pasión.
¿Hay rasgos comunes en los aquí llamados cornisa? Algunos rasgos ya hemos ido sumando: exageración y obsesión elevadas a pasión, vocación hasta las últimas consecuencias.
Y otro rasgo más: en todos los cornisas anida cierta inocencia, cierto candor sin el cual no hay aventura posible.
¿Y por el lado de las calificaciones morales convencionales? Lo reitero: el ser cornisa no garantiza ser un gran tipo o un hijo de su santa madre. Un cornisa puede ser gordo o flaco, heroico o ridículo, admirable o abominable. Pero eso sí: los tibios no pueden ser cornisa; los intermitentes e incoherentes tampoco; los que viven haciendo «como que», mucho menos.
Tampoco no basta con estar al margen, en situación de peligro, o en la orilla. Los indiferentes y los yupies, por ejemplo, están al margen de todo compromiso, pero esa suerte de marginalidad no los recibe de cornisa. Están a la orilla pero para no estar.
A propósito de orillas: estamos muy bien maleducados para andar por los días creyendo que hay sólo dos: la de la derecha y la de la izquierda. Otra simplificación y comodidad nuestra: hay muchas otras orillas aparte de las dos consabidas: hay orillas hacia el abismo y las hay hacia adentro. Porque esto que llamamos realidad está lejos de ser una superficie, una cinta tan plana como una carretera.

Con o sin droga. Con o sin muerte

Con mucha frecuencia (insistencia ya convertida en costumbre), se suele asociar cornisa con droga y/o suicidio. Rápido vuelvo a aclarar: ni la droga, ni el suicidio son requisitos imprescindibles. No son el peaje que hay que pagar para ser cornisa.
No nos equivoquemos, empujados por los prejuicios o empujados por el esnobismo: no hace falta ser drogadicto, ni hace falta ser explícitamente violento, ni hace falta, tampoco, decir sistemáticamente lo contrario de lo que se usa decir, para ser cornisa. Basta con vivir al límite aquello que se ha elegido. Y nos vuelve el ejemplo de Fangio: se puede ser cornisa por elegir una extremada imprudencia, o por elegir, como él, una extremada prudencia. Lo que otorga la condición de cornisa es el ejercicio extremo, sin pausas, de un determinado rasgo personal. Alberto Olmedo, por ejemplo, aparece como un caso obvio. Pero si está aquí, entre los personajes de este libro, no fue, justamente, porque él eligió caerse de un décimo piso sino porque siempre, en todo lo que hacía como actor cómico, estaba a la orilla del borde, pateando el tablero, haciéndole zancadillas a las intocables reglas del juego. En otras palabras, no necesitaba Olmedo caerse desde tan alto para ser o recibirse de cornisa.
En cuando al asunto de las drogas: la abusiva frecuencia con que se suele acoplar la palabra cornisa a la palabra droga es una simplificación que por lo común esconde un juzgamiento, una condena. ¿Puede haber un drogadicto que no sea esencialmente cornisa?: naturalmente, sí. Como también puede ser cornisa un abstemio de todo alcohol y de todo tabaco. Hay gente que no fuma, que casi no bebe, que come sanísimo, pero sin embargo elige caminar por el borde. Julio Bocca, por ejemplo.
En consecuencia, para la definición que estamos tallando, sería bueno descartar el asunto de las drogas como dato determinante, excluyente. Dejemos a un costado el consumo de drogas como virtud o como defecto, como hazaña o como claudicación cobarde. La droga es una elección o es una consecuencia; y a veces la dos cosas: una consecuencia-elección. No se es más arrojado, ni más héroe, por consumir drogas; ni se es menos arrojado, ni menos héroe (en esto de atravesar el misterio de la vida) por no consumirlas.

También los no famosos
Se es cornisa porque en algún aspecto de la vida se agudiza un rasgo y se lo lleva hasta las últimas consecuencias. Una modista, una costurera de barrio (sin necesidad de dar el mal paso), pueden ser cornisa por la intensidad del fervor de sus zurcidos. Un recolector de basura o un ciruja, también. Hay docentes, operarios, oficinistas, obreros, estudiantes, científicos, cornisa. Desde luego que hay amas de casa, también. En otras palabras, que tampoco se requiere ser famoso para ganarse el tal rótulo.
La variedad de cornisas es tan diversa como sonidos tiene la condición humana. Nos remitimos otra vez a algunos de los personajes de este libro: podríamos decir que se puede estar en la cornisa del delirio, como Girondo; de la curiosidad, como José Luis Cabezas; de la obsesión fanática, como Carlos Bilardo; de la solidaridad, como León Gieco; de la confesión íntima, como Adolfo Bioy Casares; de la bondad, como Aníbal Troilo; de lo imposible siempre, como Ernesto Guevara; de la idolatría, como Sandro; de la cresta de la ola, como Susana Giménez; del desenfado, como Horacio Fontova; de la alegría, como Nicolino Locche; de la poesía-memoria, como Juan Gelman; del ridículo, como Guillermo Nimo; de nosotros, como Diego Maradona; de las tinieblas, como Fito Páez; de la extrañadura como Luis Politti; de la dignidad, como el hachero Valentín Céspedes; de la desmemoria, como nuestra Democracia. Y etcétera. Y etcétera.

¿Y los políticos cornisa?
Extrañará la ausencia de políticos en este conjunto. A mí también me extrañó. A la hora de elegir me di cuenta de que una y otra vez iba a dar sólo con figuras que se habían distinguido por su honestidad. Por cierto que se puede ser cornisa por adoptar la honestidad contra viento y marea y toda tentación. Pero, al considerar esto, advertí que así andamos: señalamos como héroes a aquéllos que tienen el coraje de no ser ladrones. Finalmente, me decidí por personificar a la Democracia, y la registré en la cornisa de la desmemoria. Desmemoria que reclama de nosotros los argentinos un insomnio por los tiempos. Porque la democracia exige insomnio. Es insomnio. Sobre todo si consideramos que somos una sociedad que sigue sin afrontar sus veinte o treinta mil desaparecidos.
También extrañará la escasa presencia de mujeres cornisa: quedaron varias para un libro en este momento en desarrollo.

Conversaciones, más que reportajes
Los reportajes aquí reunidos podrían ser cuestionados por no cumplir determinadas reglas del periodismo: objetividad, distanciamiento y prescindencia del entrevistador, abolición de la primera persona en la escritura. Para eso tengo esta respuesta: 1) Esas objeciones tal vez llegarían a ser irrefutables si mi propósito fuese hacer periodismo. Pero aun cuando también escribo dentro del periodismo, hace rato que dejé de responder a su mandato. Me interesa cada vez más llegar al cerebro, al pensamiento de los entrevistados, pero corazón mediante. Y esto, desinteresado de las normas que garantizan un buen reportaje ortodoxo. Si es que vale la aclaración: en este libro se trata de conversaciones, más que de reportajes. Y en una conversación son dos los que intercambian y dos los que opinan. Muchas veces, mi demora en un comentario está, sin quererlo o queriéndolo, al servicio de un clima que termina desatando al personaje. A partir de esos climas que no buscan el mero entretenimiento, o la “nota de color”, salen a relucir confesiones impensadas, opiniones, ideas en fin, dichas con una calentura mucho más significativa a veces que el concepto seco. Hay gestos, silencios, pliegues sintácticos, que valen tanto o más que las elaboradas opiniones de casete. Entiendo que un reportaje de ideas se puede conseguir mediante el camino de la pura reflexión, pero también, y en una medida menos previsible, mediante el camino que marca el sabio y prodigioso azar de la pura conversación. Pido pues mis sentidas disculpas a los amantes del periodismo severo y despojado y reglamentado. En todo caso que ellos, como los géneros literarios, hagan su vida y que, ellos y los géneros literarios, me dejen a mí hacer la mía.

Posdatas / Interrogaciones / Sudarios
Cada personaje, conversación o semblanza de este libro desemboca en una posdata. No las busqué, me fueron naciendo. Esas posdatas, más que cerrar los diálogos, intentan abrirlos más allá de la página escrita. Muchas veces se trata de un puñado de preguntas destinadas a generar-me incomodidad y, desde la incomodidad, estimular el pensamiento propio y ajeno. Otras veces las posdatas son, si no poemas, levepoemas que emergen generalmente de las propias palabras del eventual personaje, recicladas allí en un nuevo tejido (por ejemplo, las de Horacio Fontova, de Luis Politti, de Alberto Olmedo).
¿Cuál es el sentido de estas posdatas?: abrir en vez de cerrar, incentivar en vez de clausurar. Me nacieron al dictado; más que al dictado, al pulso de las palabras de los personajes. Cada lector (como siempre) las asimilará o desechará más allá de cualquier explicación o teoría que yo quiera ahora desenvainar. Pero me importa señalar que, escribiendo algunas de estas posdatas, recrudeció en mí un viejo libro, de ésos que se hacen en el sosiego de los años y que tal vez se llamará Sudarios. Y cuento un poco más: cada novela esencial (de Rulfo, de Cendrars, de Fuentes, de Arlt, de Faulkner, de Di Benedetto, de Saer, por ejemplo) creo que tiene siempre un gran poema infiltrado, escondido. Si yo, lector al fin, le adhiero una especie de lienzo ilusorio a esos textos, de cada uno, emergerán, brotarán, frases (textuales) que en un nuevo contexto serán un poema: sudarios.
Bien, en este libro, en algunas de las posdatas, hay sudarios: poemas que estaban escondidos, infiltrados, en cada conversación, en los pliegues más hondos de cada personaje cornisa.

La condición argentina
Ser argentino, me dice alguien, significa automáticamente estar en la cornisa. Pero no lo olvidemos: no basta con estar para ser. Por otro lado, considerando la cornisa como un sitio, ¿en qué cornisa estamos los argentinos? Yo diría: en la de la dependencia y esclavitud del estado de ánimo: somos ciclotímicos (el publicista David Ratto acierta con la imagen: Somos como el electrocardiograma de un infartado, dice.) Tiempo de preguntarnos: nuestros extremos altibajos, ¿se deben a una gran sensibilidad o a una gran inmadurez? Lo evidente es que nuestros ataques de euforia corren a la par de nuestros ataques de depresión. Y la euforia es el revés de la depresión. Estos barquinazos del ánimo nos garantizan una situación de cornisa permanente (ahora espacialmente hablando). O caemos hacia arriba (euforia) o caemos hacia abajo (depresión). Siempre estamos cayendo, con el corazón fuera de sitio: con el corazón en la boca y no con el corazón en el corazón.
(Hablando de caer: pasados los años con sus cuatro estaciones caigo yo siempre en lo mismo: ser argentino no es un mérito ni es un pecado; no es un privilegio ni es una maldición. En todo caso es una maldita bendición. En fin, es algo que le puede pasar a cualquiera.)
Tenemos que afrontar la cuestión: nosotros estamos en la cornisa, pero ¿somos cornisa? Creo que no nos tenemos que apurar a sacar pecho, por considerarnos corajudos. No es la nuestra la cornisa de quienes se aventuran en la aventura, ni de los que se arriesgan. Es más bien la cornisa de la negligencia; la del show a cualquier precio. Y si no, veámonos: la Argentina, nuestra Argentina, parece tener obsesión por el aplauso. ¿El aplauso es mera estridencia o es reconocimiento? Aquí, en estos pagos, se aplaude lindo; desde hace algún tiempo hasta se aplaude el paseo final de los féretros que se llevan a los restos de personajes queridos. Los aplausos, esos aplausos, ¿señal de vida o señal de show?
La pregunta queda, sigue a nuestra disposición. Mientras tanto, tengamos en cuenta que desde hace tiempo, en forma rauda, acelerada, hemos convertido a la frivolidad en un medio, en un fin, en una religión, en una ideología casi excluyente, en fin: en la medida de todas las cosas. Así considerado esto, sí creo que somos cornisa. Pero no como consecuencia de una actitud trabajada, sostenida, activa, sino por una des-actitud, por una pasividad negligente que no alcanza la categoría de estilo. En todo caso, si somos cornisas en una actitud sostenida, lo somos por asumir en forma tan extremada y sin pausas la frivolidad. Como país, más que un pueblo o una comunidad, somos una aglomeración eructante, a merced de euforias descartables. Y todo esto que nos pasa y nos deja de pasar sucede porque confundimos, cada vez más, el ruido con el sonido, el eslogan con la ideología, la beneficencia social con la justicia social, la euforia con la alegría, el éxito con la esencia.
Ya no podemos decir que somos la mejor patria del mundo. Cabizbajos estamos: a nuestra ilusoria moneda desde hace tiempo no la aceptan en medio mundo, y casi en la otra mitad tampoco. Parece que, por fin, estamos en condiciones de aprender y aceptar que en este territorio el surrealismo es la realidad: todo, todo es posible en la Argentina, hasta la humildad. Como cornisas y sobre la cornisa del siglo sólo podemos decir (para reemplazar otros viejos adjetivos totalitarios y de máxima), que si ya no somos la mejor, somos al menos la más entretenida de las patrias. Como tal, como patria entretenidísima, estamos en la cornisa por negligencia, y no por actitud, y no por búsqueda, y no por sed de riesgo, y no precisamente porque entre nosotros abunden los cornisas. Aunque, que los hay los hay.
En fin, si es que estamos en la cornisa, es por escasez; es por no ser más, muchos más, los cornisas. Por andar a media marcha, a media memoria, a medio compromiso, a media intensidad, a medio cerebro, a medio corazón. Una lástima. O media lástima.
Hacia el fin del milenio, para el Hamlet argentino, la cuestión es: parecer o no ser.